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Una versión

El sol está alto. Camino con una mochila de viaje un sendero que surca un bosque de eucaliptos, creo, por el aroma y las hojas finas color sepia, los coquitos que huelen brevemente como a menta allá y aquí. Ella debe alcanzarme, la espero, miro hacia atrás pero no logro verla. Debe haberse atrasado, seguramente juntando las últimas cosas, acordándose de los detalles que yo olvido y luego resultan esenciales. Tal vez ha parado a sacarle fotos a las vacas que dejé atrás sin más o se demora, juntando botellas plásticas para tirarlas luego en un cesto de residuos y pensar fastidiada en las personas que arrojan basura en estos caminos. En fin, debo haberme adelantado mucho, de manera que espero. Decido parar y giro sobre mí mismo. Descanso los pulgares en las tiras de la mochila, pienso en dejarla en el piso si ella no llega. Giro varias veces. Escucho lejos unos pájaros, creo que una bandada de ellos pasará inminentemente sobre mí, pero esto no sucede y los pájaros no dejan de ser nunca un horizonte sonoro que se aleja. A veces se escucha el motor de un automóvil, o quizá un camión, pero más lejos aún que los pájaros. De repente reina una calma cansada y agobiante. Ella no llega. Pensando en los pájaros, y acaso buscándolos, mi atención se posa en el alambrado que bordea el sendero. Se trata de unos postes colocados cada veinticinco o treinta metros con perforaciones por las que pasan alambres. Cada poste tiene tres perforaciones, la más alta a la altura de mis ojos. Me acerco y me detengo a contemplar este alambre porque, aunque no lo vi, tengo la sensación de que un pájaro lo acaba de abandonar para internarse raudamente en el bosque. Me acerco casi hasta rozarlo y mi mirada lo recorre como queriendo encontrar las huellas del ave fugitiva (también busco cagadas como testimonio de su presencia) pero no hay nada.

Súbitamente pienso que si el ave ha estado allí, las cagadas debo buscarlas en los alambres inferiores, pero no tengo ánimo de bajar la mirada y sigo recorriendo vanamente mi alambre. Sigo la pista monótona del hilo metálico y llego inevitablemente a su intersección con el poste, donde ingresa en la perforación de la madera. En este punto se halla un poco oxidado. Pienso fugazmente en la persona que espero, pero no miro el camino, intento con mi pulgar limpiar el óxido del alambre pero no hay manera, lo intento con más fuerza y siento cómo mi uña hace contacto con la madera penetrada. No parece muy resistente. Se trata de un poste no circular, sino cúbico, con bordes y aristas, aunque sus esquinas están algo gastadas y percudidas. No termina de ser, en fin, una forma homogénea. Su original figura se ha desdibujado y es sin más un poste. Alguien ha inscripto en él las iniciales “J y C”. La madera me es simpática, su devastación me resulta sublime, admiro su paciencia. Al tocarla, mi simpatía no disminuye, primero la palpo, por miedo a las astillas, pero al comprobar que no presenta grandes peligros la recorro con la palma de la mano, pareciera que alguien la ha lijado para mí. Sin embargo, tiene todo aquello que es testimonio de tiempo e intemperie. Han dejado de importarme el mediocre alambre y su óxido común. La madera es, en cambio, gloriosa, me llaman poderosamente la atención sus orificios. De golpe comprendo que todos ellos deben comunicarse en el interior del poste, que esta madera merece un mundo íntimo que la recorra y consagre. No sé por qué pienso en hormigas. Con curiosidad infantil introduzco un dedo en un orificio con el afán de comprobar tal comunicación entre los huecos. Mi dedo llega hasta un primer agujero contiguo a aquel por el que me introduje. Pero mi inquietud no cesa y entonces quiero llegar a un tercer orificio, varios centímetros más allá. Me dejo sorprender por el hallazgo de que este también está comunicado con los otros. Así, voy comprobando un universo interior lleno de túneles y grietas. Ahora lo recorro con impaciencia. He descubierto un mundo ávido y misterioso. Lo atravieso corriendo, mis pies no alcanzan a llegar a un punto de contacto, cuando mi mirada ya percibe otro túnel, de manera que empiezo a recorrer con ansiedad este universo. Sé que he dejado la mochila en algún lugar, porque corro liviano y raudo. Mi curiosidad me lleva a ver por un orificio, qué será de ese otro mundo que se esconde tras mi laberíntica madera. Escarbo con una uña un pequeño hueco y por allí logro ver el alambrado de enfrente, el bosque que tras él se extiende y una bandada de pájaros que lo sobrevuela. Inclinándome un poco, recostándome en un recinto donde ahora apenas quepo, diviso el solitario camino, a lo lejos un camión se aleja, tras el polvo que levanta, una persona con una mochila se acerca cargando algo, la figura se va haciendo más nítida a medida que avanza, lo que carga son botellas de plástico vacías y aplastadas. Es una mujer. Se para frente mí, pero no me presta mayor atención. Gira en torno a sí, mira su reloj de manera repetitiva y obsesiva. Se acerca al alambrado y lo recorre con un dedo acercándose en mi dirección. Se apoya en mí, oigo que dice tristemente “J y C ¿Juan y Cinthia? ¿Julia y Carlos? Quién sabe”. Se sienta apoyando su espalda en mí, haciendo crujir levemente unas hojas secas. Indiferente, apoya la frente en sus rodillas y se abraza a sí misma, luego lía un cigarrillo que fuma con fruición mirando alternativamente el reloj y el camino. Creo oírla llorar, sus hombros se sacuden en pequeños pero intensos espasmos. Llora. Cuando gira la cabeza para ver el camino percibo sus ojos hinchados y los pequeños surcos que las lágrimas han tallado en su mejilla levísimamente cubierta por el polvo del camino. Es bellísima. Veo su espalda cuando se incorpora resignada, veo cómo pisa la colilla del cigarro apoyándose en mí sin que yo le clave ni una sola astilla. Al fin, la veo alejarse por el camino hasta hacerse invisible.

J.P. Pérez Leiva

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