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La primera

A todas les vino menos a mí. No veía la hora de tener que pedirle a una amiga: Dejame salir primero y te fijás. O decirle bajito algo a la profe de gimnasia y luego esperar sentada en el pasto mientras el resto corre los cien metros. O dejar de ir porque me vino. Esas eran las credenciales de ser mujer. Yo no las tenía aún. Era la que avisaba que el pantalón estaba intacto, la que no tenía excusas para esperar en el pasto o para faltar a algún lugar y la que decía con vergüenza: Todavía no. 

Lo primero que llegó fue la humedad, luego, el hedor. En aquel entonces no lo sabía, pero después me quedó claro, porque una mujer sabe que esa humedad no es producto de un exceso de calor ni de un pensamiento erótico. No. Esa humedad rancia es inconfundible. Si llega mientras dormís, tus piernas automáticamente quedan selladas e inmovilizan el resto del cuerpo, no vaya a ser que manches toda la cama. Si llega en la vigilia, manoteás el saco, tuyo o del alma caritativa que te auxilie en ese momento, y lo atás a tu cintura, no vaya a ser que alguien vea la mancha roja en tu culo. “Vida normal, hija”, sentenció mi viejo mientras me explicaba cómo ponerme el adherente y arruinaba mis siestas al sol a la hora de gimnasia.

Pao Melgar

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