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La ciudad escrita

Son las seis y cincuenta y cinco de la tarde de un miércoles primaveral. Parece uno de esos días como cualquier otro. El sol va en busca de su descanso detrás de la escollera Sarandí. Algunas nubes camuflan sus rayos, al tiempo que diseminan su resplandor anaranjado que tiñe el asfalto, las fachadas y las vidrieras del centro, de manera que todo adquiere un tinte sepia caliente, vivo.

Cada cosa en su lugar cumpliendo su papel. Los semáforos marcan las pulsaciones del tráfico de 18 de Julio. La avenida y las aceras parecen saber lo que mi secta se propone. Es como si palpitaran debajo de su cáscara dura. Los kioscos de revistas disimulan, los tachos de basura se desbordan con naturalidad segundo-tercermundista, los maniquíes relojean lo que pasa al otro lado del vidrio. Los bares masajean a la clientela con manos imperceptibles, las yemas de sus dedos adquieren la forma del pocillo y el aroma del café. Los más pequeños de la fauna, como los mates exhibidos en mesas de vendedores ambulantes, esperan la llegada de un comprador de último minuto, mientras vigilan a los repartidores de volantes apostados en las esquinas. Los ruidos de motor, así como los auriculares, los lentes oscuros y los cigarrillos encendidos, distraen. La hora pico impone una coreografía y su caudal de pensamientos que naufragan en el mar de la indiferencia, donde se ahogan los mendigos que no terminan de morir.

Semejante paisaje me hace experimentar algo parecido al alivio. La amargura que hasta hace poco sentía, ahora parece haberse quedado quieta en un pasado remoto. El momento está ahí, al alcance de la mano. Un momento mío y al mismo tiempo ajeno. Todavía no puedo hablar de él porque faltan unos minutos para que suceda. No tengo palabras para explicar lo que me pasa por dentro, pero si tuviera que hacerlo, diría febril, débil, temblequeante, y al mismo tiempo poderoso y portador del secreto mejor guardado. Hubo mucha preparación, muchísima. Trabajo colectivo, organización, comunión secreta, logística desinteresada, renuncia. Llegamos a trabajar durante años en empleos de cuarta con el solo fin de apantallar este proyecto.

Recuerdo aquél día en que mis pares, los poetas, me comunicaron que era yo quien debía dejar registro de la obra. ¿Cómo olvidarlo? Me negué rotundamente. Lloré de rabia y vociferé acerca de la injusticia que conllevaba el lugar que me querían asignar. Me dijeron que mi pericia en la observación, mis conocimientos y mi capacidad para comunicar en palabras, eran la clave para salvaguardar nuestra obra, la que está a punto de suceder. Les dije que era ridículo, que las palabras son onomatopeyas primitivas e incapaces de expresarlo. Les recordé que la idea había sido mía y que era yo quien había convocado al primer núcleo de poetas. Pero finalmente me convencieron sin tener que decir prácticamente nada. El público no entendería los signos que la logia iba a encarnar, así que la mía era una misión importante, la de bajar las cosas a tierra.

Tan solo cinco minutos y todo va a estar hecho. Un éxito asegurado, por más que esa no sea la meta. Mañana los diarios van a titular con nuestra obra. Portales, canales de televisión y emisoras radiales, las charlas de almacén, bocas de políticos y licenciados en humanidades: nadie va a quedarse sin reseñarnos.

Pero todavía falta un poco. El reloj marca las seis y cincuenta y seis. Respiro hondo. Cierro los ojos y siento los segundos arrastrarse en un estado gaseoso e inevitable.

Y cincuenta y siete. Abro nuevamente mis ojos. Unas cuantas palomas vuelan rasantes sobre la esquina de la Plaza del Entrevero. Luego se elevan y practican un circuito que las vuelve a depositar en el exacto lugar donde estaban, para luego aterrizar. Veo el naranja de las nubes reflejado en la acristalada fachada del edificio del Banco Santander. Me acuerdo de que antes estaba el ABN AMRO Bank, y antes, el Banco Real. Me pregunto cuál va a ser el próximo, pero enseguida me distraigo mirando la única ventana abierta que perfora ese inmenso espejo anaranjado.

Y cincuenta y ocho. Pienso en mis amigos, los poetas. ¿Cómo estarán?, ¿calmos? De pronto están ansiosos, como yo. Seguramente dando bocanadas para llenar los pulmones de un aire elevado, lejos de la polución del llano. Espero estén contemplando lo que les dije, el ir y venir del tiempo, los sonidos, los olores, las huellas de lo más profundo de su ser, eso a lo que algunos llaman Dios.

Y cincuenta y nueve. El corazón está por salir de mi pecho. Sigo observando todo, solo que la mirada va y viene con el frenesí de la urgencia ante lo inevitable: bocas cerradas, pasos seguros hacia ningún lugar; la inocencia, la inconsciencia y la ignorancia presurosas y a la par, dejando tras de sí un rastro de amor caído de los bolsillos que nadie ve.

Por lentos que se nos hagan, los minutos jamás son eternos. Siempre nos llega la hora: la hora de tomar teta de mamá, de trepar un árbol, del cumpleaños, de ir a la escuela, del primer beso, de la pelea, del sexo, de adquirir vicios, de comenzar a trabajar, de volver a cumplir años una y otra vez, del dolor de espada, de olvidar, del desengaño, de la maduración, de seguir siendo un niño, de la despedida, de una nueva alegría, de la frursrtación y la reformulación… de llegar a destino.

Suena la alarma de mi reloj pulsera. Por más que llevo horas esperándola, me toma por sorpresa. Son las siete de la tarde de un miércoles primaveral en el centro de la ciudad, uno de los pocos lugares donde mis amigos pueden realizar esta obra.

Se abre el telón y la sinfonía comienza.

Un pie en la cornisa y otro en el vacío. Los Poetas saltan desde las azoteas. Es como si no pasara, pero sí, está sucediendo. Sus cuerpos caen desde diferentes edificios. Todos en un mismo minuto. El ruido de la urbe parece silenciarse. Un minuto tan largo como los anteriores se estira hasta lo imposible. Una obra llena de amor. Tan devota como la de un monje krishna que se levanta a las 4 AM para tocar la caracola y empezar los rezos.

Algunos transeúntes alcanzaron a verlos caer. Todos los poetas a la misma velocidad pero a diferentes alturas. Otras personas ven los cadáveres que acaban de embutirse en los diminutos surcos que dejan las baldosas. Algunos los vieron reflejarse en el edificio del banco. Otros, con mucha suerte ─cada quien debe valorar si buena o mala─, murieron al caerle un poeta encima. Acaba de caer uno justo delante mío. Es Umberto, que trabajó durante ocho años haciendo portería en el edificio del que se acaba de tirar.

Si me fuera posible, describiría las notas que producen los cuerpos al aplastarse contra el cemento. Un golpe seco luego de veinte metros de caída libre que evidencia que no hay sinónimo que exprese cada pista de sonido: el impacto, el charco que se dispara, el silencio que lo sigue.

El avistamiento de una persona por los aires que dejó de ser persona para convertirse en poeta, que a su vez dejó de ser poeta para volverse verso. La estrofa es una acera con cadáveres de artistas que se convirtieron en Dios. Y los peatones y choferes y pasajeros que no entienden nada, como tantas otras veces, solo que ahora nadie puede dar la espalda.

Sangre, sesos, huesos, vísceras, pelo: rejunte de cuerpos despedazados por las veredas que conforman obras plásticas exquisitas. El avistamiento de esas caídas en picada son instantáneas del vértigo al umbral de un parto inevitable, al otro lado la muerte y la gravedad que impulsa frenéticamente hacia ahí, hacia la escritura, trazos sobre la ciudad, el último destino, el final del viaje.

El público mudo de horror. El tráfico detenido de espanto. Las bocas abiertas. Los ojos no pueden abarcar la totalidad de la obra. Eligen qué ver y qué no ver. Hacen planos secuencia, que es lo mismo que cámara subjetiva, y se adueñan del guión para someterlo a su ángulo, y pierden el control por miedo a que les caiga un poeta encima, o para contemplar los despojos de una creación que no saben que ellos mismos están completando al registrarla.

Hace varios segundos que cayó el último poeta. La ciudad-tumba, con su color anaranjado, baña esta obra crepuscular recién parida. No puedo dejar de mirar, ya mucho más calmo, el resultado de mis maquinaciones que aplana cualquier posibilidad de crítica. Al fin, poetas, ha llegado el día en que tomamos lo que nos pertenece. El mundo es nuestro. Y la eternidad también.

Pablo Olivera Pulp

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