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No discutas con la abuela

Si la querré, que es la única persona a la que le aguanto que defienda a la dictadura. Bueno, en realidad no. Nunca sé por qué ni cómo ni cuándo surge el tema, pero es un camino de ida. Siempre le echa la culpa del golpe del 73 a los tupamaros. ¿Cómo voy a convencer a una viejita de noventa y cuatro años de lo contrario? ¿Cómo hacerla entrar en razón, si tiene la certeza de que si no estabas en algo raro no te pasaba nada?

Las pocas veces que discutimos del tema me muero de impotencia. Ni se inmuta cuando le pregunto si no sería Estados Unidos el responsable de las dictaduras en América Latina. Me habla pestes del comunismo. Añora la Cuba anterior a la revolución, cuando su padre había ido a trabajar una temporada mientras ella estaba en el vientre de su madre. También saca el tema de los muertos en la toma de Pando. Lo de la toma de Pando se la llevo, porque la experiencia me dice que de nada sirve empantanarnos ahí. Trato de zanjar diciendo que el Pepe Mujica estuvo detenido en forma clandestina. Que fue torturado y metido en un pozo durante siete años y otros cinco o seis en el penal, sin juicio ni condena, a manos del estado.

Hace una pausa larga. Creo que la tengo contra las cuerdas. Su mente casi centenaria tiene que trabajar a todo trapo para reagrupar fuerzas. La dejo pensar. No es que quiera abusar ─mi intención no es pelearla─, pero me niego a decirle que sí a todo, como si fuera una vieja gagá. Y menos con estos temas. Me pregunto si por primera vez en la vida me va a dar la razón, porque así discutamos la continuidad del maestro Tabárez al frente de la selección, jamás nos vamos a poner de acuerdo.

Me pregunta cómo voy a hablar de esas cosas. Me increpa que qué puedo saber del encarcelamiento de Mujica, si yo no era ni nacido. ¿Para qué sirven los libros, estudiar historia, mirar documentales y programas de televisión? En este momento, para nada. Ella se crió en una aldea donde el único libro es La Biblia. En esa aldea que en su mente sobrevive al paso del tiempo, la sabiduría es de los viejos, poseedores de la auténtica experiencia. Lo mejor que puede pasar a esa comunidad es que las cosas sigan como siempre: el eterno ciclo de las cuatro estaciones y la familia unida por un lazo irrompible. No me lo dice, pero yo sé que en su esquema mental todo tiene que ser un círculo perfecto (jueves de pescado, sábados de pollo, domingos de ravioles y vuelta a empezar).

Pierdo la paciencia. Le digo que los grupos subversivos no surgen de la nada. Le hablo de los cañeros, guiados por Raúl Sendic, que caminaron más de 600 kilómetros para hacer oír sus demandas. Me contesta que ese era un loco y que así terminó. Y enseguida remata diciendo que Raúl Sendic hijo fue un desastre, que sacó plata del estado para darle al Frente Amplio. Le pido que no huya del tema. Vuelvo a fines de los años sesenta y le digo que la democracia uruguaya era una pantomima en la que no había pluralismo ni representatividad. Me dice que gobernaron los presidentes y legisladores que votó la gente que quería vivir en paz, y que eso ni le importó a los tupamaros.

─Y dale con los Tupamaros, había muchos grupos subversivos en Uruguay.

─¡Sí, claro! Mirá: Mujica, presidente; Huidobro y Bonomi, ministros; dejate de embromar… Todos tupamaros. ¿A vos te parece?

─Pero te repito, Abuela, ya estuvieron presos. Ya pagaron. Ya cumplieron. ¿Qué más querés?

─Mirá que te gusta llevarme la contra.

Vamos y venimos, vamos y venimos. Me saca de partido con sus chicanas. Le pregunto una cosa y me responde otra. Esta vez estoy decidido a seguir hasta las últimas consecuencias. Empiezo a sacar argumentos aprendidos en la facultad. Le digo que en la pre dictadura había censura, y que una democracia sin debate público no es una democracia plena (digo “democracia plena” porque estoy seguro de que lo escuchó en la televisión). Sigo sin conseguir que me dé la razón en nada, así que le disparo una y otra vez la misma pregunta:

─¿Me vas a decir que la dictadura no mató inocentes?

Sigo insistiendo para que no se me vaya por la tangente. Es escurridiza como un ratón. Lo intenta una, dos, tres veces (no te me vas a escapar, viejita). “¿Me vas a decir que la dictadura no mató inocentes?”. Creo que la tengo arrinconada. Empieza a flaquear. Encuentro huecos en varios flancos. Aprovecho para agregar que si piensa que no es así, que lo diga sin vueltas:

─Dale, decilo. ¿Qué problema tenés? “La dictadura no mató a inocentes”. ¿Podés afirmarlo?

Nos quedamos en silencio. Parpadea. Desde la cocina llega el sonido latoso del noticiero de Radio Montecarlo. No quería llevar las cosas hasta este extremo. Ojalá que no sea otra de esas veces en que se pone a llorar para conseguir lo que quiere.

Finalmente, cuando empiezo a perder las esperanzas, la abuela suelta, quedamente:

─Bueno, sí.

“Bueno, sí”… Me dejó sin palabras. No me acuerdo de que esto haya pasado jamás. Cuanto más lo pienso menos puedo creerlo. Más que finalizar la discusión, la diluyó. Tengo la guardia tan baja, que cuando quiero ver ya me arrastró a los caminos habituales de nuestras charlas. Me cuenta de algún pariente que la llamó. Pregunta si los negocios del centro que ella conoce siguen abiertos. Me dice que le mande un beso a Jime cuando nos despedimos en la puerta del ascensor. “Andá con cuidado”, es lo último que la escucho decir. 8,7,6… Mientras voy llegando a la planta baja me siento un panelista experto, de esos que salen en la tele.

 

Hace dos días llamé a mi tío. Cuando le conté mi hazaña largó una carcajada. Después me dijo que existe un único motivo por el cual la abuela me dio la razón: cortar de raíz la discusión. “Si no me creés, probá preguntarle otro día”, sentenció. Otra vez me quedé sin palabras. Casi que ni hablé hasta que terminó la llamada. ¿Cómo pude ser tan ingenuo y creer que le había ganado? En la familia tenemos un dicho: “La abuela es terca como mula gallega”.

Pablo Olivera Pulp

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