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Convivencia

En la casa de la calle Montevideo vivimos tres personas y un sonido.

Al principio estaban Anto y Mai; después llegué yo y me quedé cuando aún la mitad de la casa (donde ahora es mi cuarto) permanecía cerrada, abarrotada de objetos y desconocida para nosotras. A veces nos referimos a esta parte de la casa como Narnia ─referencia poco novedosa pero efectiva─. 

Después de abrirse Narnia, llegó el sonido. 

La primera vez que lo escuché, yo estaba de hecho en Narnia, tendiendo mi cama para acostarme en ella lo antes posible. El sonido nació a mis espaldas, afuera de la ventana, suspendido en el aire helado de julio. Adiviné entonces su forma, redonda sin lugar a dudas y con un fortísimo brillo metálico. Wú, pensé. Es Wú. Me di vuelta para confirmar con los ojos lo que había visto con las orejas, pero en el acto Wú fue espiralándose hacia el baño, de ahí a la cocina y desapareció veloz. No hice mayores conjeturas, apagué las luces de la casa vacía y me dormí rápido antes de que mi lado B quisiera creer en espectros otra vez.

Dos días después, de nuevo Wú y dos días después, de nuevo. 

Su tercera aparición me sorprendió en compañía de Mai; nuestros cuatro ojos abiertos a más no poder se encontraron para confirmar que ambas sabíamos de Wú y ninguna podía explicarle. Hicimos hipótesis de lo más variadas y nos alegramos de tener con quién compararlas. Posteriormente le presentamos el caso a Santi, quien aportó una pieza de información interesante: antes de Wú, antes de nosotras, en la casa de la calle Montevideo vivía una mujer, que a él le daba bastante miedo y simultáneamente, era su abuela paterna. Las conjeturas volvieron a crecer de forma arborescente hasta desembocar en un punto muy lejano al origen de la conversación. Apagamos las luces de la casa llena y cada quién durmió su sueño. 

Esa fue la última vez que hablé de Wú. 

Desde entonces, sus apariciones y sus recorridos por la casa se han vuelto más y más impredecibles.

Aunque siempre fugaces. 

Casi siempre, en medio de un hondo silencio. 

Cuando viene le dejo pasar; trato de no hacer movimientos bruscos. 

Esto lo aprendí de niña en el campo: cada vez que estés cerca de un animal libre, quédate en profunda quietud, como si fueras un árbol. Entonces es posible que obtengas un doble beneficio. Por un lado, que ese animal libre no desconfíe y se acerque lo suficiente como para que le entiendas, y por otro lado, que se desvanezca absolutamente tu deseo de poseerle su libertad.

En la casa de la calle Montevideo vivimos tres personas y un sonido.

Yo le llamo Wú; nunca le he preguntado si ese es su nombre y aún no me ha preguntado cuál es el mío.

Sofía Silvera

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