top of page

Final feliz

En el preciso momento en que la miré, mientras ella veía la película absorta en la pantalla, haciendo jsh jsh jsh, con sus delicados dedos encremados con La Roche Posay dentro del balde de pop, y cr cr cr cr cr, con sus muelas que masticaban sonoramente, me di cuenta de que la amaba con cada partícula de mi ser. Una verdad irrevocable, a pesar de que este noviazgo conlleva una traición a mi cinefilia cultivada en Cinemateca y el Cine Universitario. El giro de mi personaje, o la tensión de su arco dramático, no había previsto el cambio drástico que implicaba enamorarme de alguien que me hacía acompañarla a las salas comerciales para ver películas candidateadas al Oscar.

Mi mejor amiga me dijo que lo nuestro no va a durar. Según ella, estoy embelesado con mi nueva novia que mira películas y come pop. Agregó que eso no es más que una bobera pasajera. Me recordó que desde que me había separado de mi pareja anterior, con la que se había frustrado un plan de ser felices y comer perdices, lo único que hice ─y que para mi amiga estaba más que bien─ fue bajarme Tinder, Hapn, Badoo y cuanta herramienta hubiera para tener encuentros amorosos. Empezó a enumerar: A mi romance con aquella cinéfila que había visto la saga del agente 007 y la filmografía de Jean Luc Godard, le siguió mi noviecita anarco-punk salvajemente peluda. Luego conocí a una skater de pelo turquesa que me bautizó con una lluvia dorada, a mi amante metalera que me dejaba todo arañado con sus guantes de tachas y pinchos, la diseñadora gráfica poliamorosa de rastas y piercing en la lengua, la maestra preescolar que me ataba a la cama, la hippy tántrica que decía que yo era un ser de luz y me llevaba al medio del campo a coger bajo el sol, la lesbiana que me trasvestía de pies a cabeza y le decía vulva a mi pija, la piba trans con la que sentí que nunca más iba a querer acostarme con una mujer cis, hasta que dos semanas después conocí a la gordita dominatrix que me ponía una correa en el cuello y me hacía tomar agua de un plato de perro, además de hacerme un café negro al que le ponía mi semen en lugar de leche. Luego, o paralelamente ─ya no me acuerdo─, la jugadora de básquetbol que me encandiló con sus 2 metros 05, a la que siguió la físicoculturista que tenía los mejores trapecios que toqué en mi vida y me hizo creer que nunca más iba a conocer a alguien que me hiciera olvidar sus tríceps. Pero enseguida apareció la bailarina de danzas árabes electrónicas que me drogaba con hachís supuestamente traído de Tánger con la que luego tenía un sexo epifánico, una jugadora de billar a la que le gustaba que nos diéramos como si protagonizáramos una película porno ─taca taca taca─ (creo que ella, inconscientemente, disfrutba de que las bolas chocaran una y otra vez contra su cuerpo) y la DJ de techno-hardcore, que me pegaba con un rebenque hasta que las nalgas me quedaban estigmatizadas.

¿Y cómo iba a amar a mi nueva novia, con la que llevaba tres meses de idilio, si era lo más convencional que podía haber, mientras que yo venía probando mujeres como si fueran platos de gastronomías de otros países? me preguntaba mi amiga, a la que le había contado acerca de todas mis aventuras amorosas de los últimos dos años. Cuando le insistí en mi enamoramiento, se puso a describirla: zapatos de oficina, pantalones de vestir color kaki ─sueltos─, camisa blanca abrochada hasta arriba, corte de pelo timorato ─casi siempre atado─, caravanas de perlas, lentes de armazón delgado, brillo en las uñas, la remera de entrecasa con la leyenda PIRIÁPOLIS, sus bombachas blancas de algodón con fines prácticos y sin atisbos eróticos, pubis y axilas afeitadas y un poco rasposas, el garche casi exclusivamente bajo la básica pose del misionero que le da el orgasmo fácil, su manera tímida y bajita de gemir aún en el clímax, su insistencia para acostarnos a dormir temprano y no tomar alcohol, más que una copita de vino tinto cada tanto, un hablar correcto y una inclinación a conversar sobre cuestiones vinculadas a su trabajo como abogada respetada que tiene clientes con plata. Mi amiga sentenció que mi novia es todo aquello que yo siempre había dicho que estaba mal en la vida y que pronto me voy a aburrir de alguien como ella, la mujer más pacata con la que me ha visto, que no asoma el mínimo atisbo de perversidad.

Sin embargo hay algo de lo que estoy seguro: absolutamente todas las personas somos perversas; solo hay que rascar un poco. Hubo un momento en que me llegué a preguntar si me había enamorado de una asesina en serie ─siempre son quienes uno menos piensa─. De todas formas me dije que ella no aparentaba la frialdad necesaria. La manera en que me mira y su sonrisa entre sorbo y sorbo de café por las mañanas me dicen que no puede ser una psicópata o una secuestradora de niños cuyos órganos serán traficados. Durante meses no dejé de buscar, inútil y secretamente, en los intersticios de sus gestos a la espera de encontrar algo parecido a una perversión. Me dije que hasta que no ver algo perverso, o ya ni siquiera perverso, sino incorrecto o desagradable en ella, no podría amarla de verdad.

La noche que encontré su lado perverso y el amor verdadero estábamos viendo La ballena, que tiene tres nominaciones a los Oscar. Esta vez sí estaba entusiasmado, porque Aronofsky es un director de verdad (oscurito, como me gustan). De todas maneras tenía que someterme a verla en una sala comercial del Centro y a escuchar a mi novia rascar y masticar el pop durante dos horas. Iban menos de cinco minutos y de pronto Brendan Fraser, encarnando a un tipo con obesidad mórbida de unos 250 kilos, se masturbaba en medio de una casa desordenada y sucia, con su remera transpirada, jadeando al borde del orgasmo y el infarto, inspirándose con un video porno. Por un instante celebré calladamente. Me convencí de que la escena le iba a sacar todas las ganas de seguir comiendo. Entonces giré a mi derecha, seguro de que iba a evidenciar algo de desagrado, pero no. Seguía mirando como si nada, rascando y masticando sonoramente: jsh jsh jsh jsh, cr cr cr cr.

Ese fue el momento de la revelación.

Redoblé la apuesta y esa semana le sugerí ver dos películas que están ternadas. Allá fuimos. Una era El Triángulo de la Tristeza, que tiene una escena ultra gráfica que dura como quince minutos que consiste en un in crescendo de vómitos y diarreas de niveles titánicos. En la otra, Los Espíritus de la isla, uno de los personajes se amputa los cinco dedos de una mano con una tijera. En todas esas escenas la gente del público se exaltaba y hasta se tapaba los ojos. Sin embargo el jsh jsh jsh y el cr cr cr cr de mi novia se mantuvieron invariables, al igual que su atención puesta en la pantalla y una templanza de monje tibetano. Y ahí me iluminé y supe que esa es sin duda su perversión, la de poder mirar cualquier escena sin importar cuán extrema o desagradable sea, comiendo el pop con total naturalidad. Para mi escala de intereses y valores, ella me desafía mucho más que mi examante gitana, que en pleno juego erótico me leía el destino palpándome la próstata.

Cuando estuve seguro, esperé al final de la función, la invité a cenar y le propuse casamiento. Después programamos nuestra luna de miel. Ya tenemos las reservas para el Festival de Cine Fantástico de Sitges. La idea es ver películas de zombies en 3D, donde las vísceras de las víctimas se van a ver cayendo sobre su balde de pop. Y ella va a sentir su calma de rascar y masticar. Y yo voy a experimentar la dicha de verla. Entonces nos vamos a fundir lentamente hacia una pantalla negra y va a aparecer la leyenda THE END sobre nosotros, que seremos felices y comeremos perdices, aunque más que perdices, aves de cualquier tipo. Yo comería, no sé, un pollo. Y ella, unas palomitas… de maíz.

 

Fin

Pablo Olivera Pulp

bottom of page