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El vigilante de la Baticueva

Entre la nube de porro se materializó, silencioso e inesperado como un espíritu, enmarcado por el fondo oscuro del garaje, un hombre de unos cincuenta años que nos dejó sin habla. Las risas de hace un instante se diluyen en las paredes hasta que el silencio nos envuelve. No tengo idea de quién es. La longaniza, el queso barato, el vino rosado, las drogas y “jajajá”, y ahora este baldazo de agua fría. No sé qué mierda está pasando. Mi tío trabaja acá ─qué quilombo que se le va a armar─ y el tipo sigue sin pronunciar palabra ni emitir gesto. No puede ser un residente del edificio. Esa barba, esa expresión, esa ropa: así no se viste alguien que vive en Punta Carretas. Mi tío lo saluda. Nos presenta: “César ¿cómo andás? Pablo, mi sobrino”. Le sigo la corriente al tío. Cuando quiero ver, ya me llevó hasta la puerta, exageradamente aromatizada para tapar cualquier indicio de porro. Antes de despedirnos le pregunto quién es ese, a lo que me responde: “El Chocolondo”, su compañero que vino a relevarlo quince minutos antes de lo previsto. Quiero saber si todo va a estar bien y me dice que vaya tranquilo. Pero una mierda, siento de todo menos tranquilidad.

 

Por suerte la parada está vacía. La llovizna me despabila un poco. Necesito fumar, así que dejo pasar el ómnibus que me sirve. Trato de que la noche me tranquilice (el aire ayuda). Una película de agua impregna el sonido jabonoso de los autos que se deslizan por el asfalto. Me quedo mirando las luces del alumbrado público y los colores del semáforo reflejados y distorsionados. Es raro, como que las gotitas que caen en mi cara mojan y no mojan, están y no están. Muevo mi mano y la brasa del cigarro deja una estela naranja. Pero por más que quiera distraerme, no puedo salir del mal viaje.

¿A quién carajo se le ocurre llegar quince minutos antes al laburo? ¡Chocolondo, la recontramil concha de tu madre! ¿Por qué mierda no te quedaste boludeando, mirando alguna vidriera, comiendo un pancho, yo qué sé? Ojalá que no se le dé por hacerse el gil. En el edificio anterior mi tío tuvo un entredicho con un compañero y lo arregló a su manera. Fue paciente. Esperó una semana a que el gil bajara la guardia. Lo llamó desde el sótano y le pidió si podía revisar la caldera de la calefacción. Y el tipo, muy inocentemente, bajó. El tío le dijo que se fijara bien y le hizo asomar la cabeza al fuego. Entonces lo agarró de los pelos de la nuca y lo tuvo como medio minuto así, hasta que lo soltó. Tenía las cejas chamuscadas y el susto más grande de su vida. Ahí, como castigo, lo trasladaron al tío para acá. Al final la jugada le salió bien, porque este edificio tiene ese cuartito donde nos juntamos a fumar porro, tomar vino, conversar y cagarnos de risa, al que bauticé como la Baticueva.

Mientras el Chocolondo no abra el pico va a estar todo bien. El tema es que mi tío siempre dice no ser portero, sino vigilante. “Agarré este laburo hace un año, pero estoy de paso”, me dijo varias veces, agregando luego que los porteros son una manga de chusmas. Y si el Chocolondo es un portero de verdad, puede querer batir que estábamos drogándonos sin saber el riesgo que corre. Es que desconoce el derrotero de mi tío, que a los quince se fue a vivir con una mina de veinte y no volvió a su casa; a los catorce había dejado el levantamiento de pesas porque lo quisieron poner a dieta; a los dieciséis era guardaespaldas de la orquesta de sus hermanos mayores; cuando se hizo percusionista tenía que andar corriendo a los pichis que iban a querer robar a la clientela del bar donde tocaba; una vez sacó a los tiros a unos planchas que le habían partido una piedra en la jeta para afanarlo; me mostró un pedazo de muela que se había sacado con una tenaza porque no soportaba el dolor (desinfectó con un buche de caña); mi viejo me dijo que en los boliches del interior, cuando la cosa se ponía espesa, se daba con cuatro canarios a la vez ─y cerró la anécdota diciendo: “a este bagual es mejor tenerlo de amigo”─; últimamente se disfraza de pichi para ir a pegar drogas al cante a la vuelta de su casa.

Si todo se va al carajo lo van a trasladar y perdemos la baticueva.

¡Un patrullero! Si dobla la esquina puede ir para ahí, y a cagar. Capaz que un vecino escuchó el lío y llamó a la cana. Encima el tío siempre anda armado. Y para rematar, el Chocolondo me vio drogándome con él. Se va a enterar mi viejo y se me va a armar tremendo lío y no va a querer que vuelva a verlo nunca más. Además tiene el bolso ese cargado con kilos de cobre que le compró a un chorro que los afanó del tendido eléctrico ─”tengo que ver cuándo se lo llevo al fundidor del barrio, porque si la naca me agarra con esto soy boleta”, me dijo el tío hace un rato─. Y si encima le allanan la casa van a encontrar un cuartito repleto de plantines de faso para vender en el cante, el otro revólver, las cajas con balas y ese invento de dos escopetas pegadas con cinta para poder disparar dos veces antes de tener que cargar, y no le van a creer que las tiene porque el barrio está complicado. Y para colmo, capaz que la flaca, harta de las locuras de mi tío y de su jauría de perros guardianes, lo denuncia para sacárselo de encima. Aunque pensándolo bien, el tío es un mal necesario ¿quién más va a correr a los chorros a los tiros?

Pero el patrullero sigue de largo. ¡Qué boludo, obvio que no va para el edificio, si tiene las sirenas apagadas! Bueno, capaz que no pasa nada. Por suerte baja el temblor de mis manos. Parece que el pegue del porro está bajando. Algo que me tranquiliza es que el edificio no tiene caldera. Espero que todo siga en su lugar: los puños sin estrellarse contra ninguna jeta, el chumbo en el bolsillo interior de su saco, los dientes en la boca del Chocolondo  y el cobre en el bolso cerrado, escondido arriba de los lockers.

“Andá tranquilo”. Sí, cómo no, pelotudo del orto. Me hubieses avisado que de un momento a otro caía el Chocolondo. Así me iba antes, ventilábamos y acá no pasó nada.  Cuando está drogado, cualquier chispa puede incendiar la pradera. Y ahí, a la mierda campeonato, como tantas veces donde solo deja tierra arrasada a su paso.

Pablo Pulp Olivera

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