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SÁBADO

Sonó el despertador, otra vez sábado, otra semana que va cerrando sin lograrlo, igual me gustan los sábados porque empiezo a proyectar la próxima semana con todo lo que no voy a hacer y me queda el domingo para darme manija.

Como todas las mañanas, me activo en modo automático, abro los ojos, manoteo el celular de la mesa de luz y reviso portales de noticias que siempre me hacen calentar, pero funcionan como resortes que me impulsan para arrancar el día.

Hago el mate y tomo un vaso de agua tibia con limón que alguien me dijo que era bueno para no sé qué. Mientras el mate se hincha, abro la heladera y recorro lugares de la cocina identificando alimentos y otros menesteres que ya no hay.

Mate pronto, chismosa en mano y lista de faltantes para que comience mi día productivo, todo listo para salir rumbo a la feria. Bueno, en realidad, el día productivo se demoró un poco porque no me pude contener y me puse a mirar el final de la etapa ocho del Tour de France; reconozco que soy irracionalmente enfermo de los deportes y mi novia en este tipo de situaciones me mira sin entender cómo puedo ser tan idiota, yo no emito palabra, porque considero que tiene razón, pero no puedo dársela, no estoy preparado para madurar en este aspecto.

Ahora sí, agarro todos los implementos y arranco para la feria; mientras busco las llaves voy recalculando el GPS por los minutos perdidos para ir directo a los puestos habituales y no derivarme en compras secundarias, y asegurar todos los faltantes.

También tengo un par de minutos de charla sobre el clima con Raúl, el cuidacoches, y otros tantos con Raquel, que siempre me agarra para contarme todas las vicisitudes de Mecha, un cusco infame que tiene como 15 años.

¡Concha de la lora, no encuentro las llaves!, no sé dónde mierda las puse, busco en todos los lugares habituales y, como siempre, aparecen en rincones insospechados. En este caso en la pileta del baño, al lado del jabón. Muchas veces pienso que de noche se esconden para cagarse de risa al otro día, mirando cómo las busco y puteo por toda la casa.

Salgo raudo y decidido, el tiempo apremia, voy abriendo puertas y rejas cuando suena el celular, mi vieja con un problema, que la computadora, que tiene que resolver ya, que tiene que mandar un mail y yo qué sé; la guío como puedo, perdiendo algunos minutos preciados, comprometiendo peligrosamente la lista de imponderables. Corto el teléfono y ya tengo a Raúl haciéndome marca personal para la charla de siempre, qué lindo día, por suerte se arregló el tiempo, ojalá siga así, creo que se va a mantener unos días más, está lindo para lavar la ropa. Sumamos algunas risas y otras frases típicas, todo dentro de los minutos que tenía calculados. Cuando me despido para seguir, Raúl me para y me pide si le puedo guardar las cosas por un rato, que tiene que hacer unos mandados y otras vueltas.

No es que me moleste guardarle las cosas, pero sucede que la casa donde vivo está excedida en lo que refiere a seguridad, con un montón de rejas y puertas, símil Alcatraz. Esto quita fluidez para entrar y salir, complicando este tipo de situaciones en que el tiempo escasea.

Bueno, ya estoy en camino nuevamente, la pérdida de tiempo me lleva a la decisión de sacrificar el papel higiénico. Aprieto el paso y pongo mi mejor cara de apurado para intentar zafar de la charla con Raquel, pero no tengo chance, ya me estaba esperando agazapada en el zaguán de su casa. Me sale al cruce con una velocidad y agilidad similar a la de un All Black tacleando a un rival, me detengo abruptamente ante semejante obstrucción y noto que está llorando. Está desesperada porque a Mecha le diagnosticaron diabetes y ahora es insulinodependiente. El temor de Raquel pasa por saber quién le cuidará a la perra vieja en caso de que ella muera o le suceda algo, porque Mecha no sobreviviría sin recibir su medicación diaria. Lo cual es una estupidez porque la perra se moriría igual si nadie le da de comer. Esto no se lo digo porque mi intención es salir lo más rápido posible de esta situación que me consume minutos valiosos. Raquel sigue llorando y lamentando mientras yo hago todo lo posible para irme, a esa altura ya tengo que sacrificar membrillo, manteca y queso para llegar a comprar las frutas y verduras. En mi desesperación por la situación que no parece tener fin, se me ocurre decirle: Raquel, yo me hago cargo. Inmediatamente deja de llorar, se pone seria y, con un cambio de actitud rotundo, saca una carpeta donde tiene un poder redactado por un escribano público que yo debo firmar para obligarme a ser el tutor legal de la mascota. En el apuro por salir de este embrollo y llegar a la feria, elijo firmar por mi libertad.

A paso apurado voy tomando algún mate como puedo, revisando la lista y tachando todas las cosas que debía comprar. El objetivo se reduce a conseguir lo necesario para sobrevivir el sábado, lo demás ya es una utopía y la docena de huevos la extra ball.

Gerardo Martínez

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