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COMBUSTIÓN

Faltaban quince minutos para las diez de la noche. Siempre que se veían de noche Ernesto llegaba temprano. Pensaba que de su casa a la de Martina demoraba siempre treinta minutos, como si el tiempo sólo dependiera de la distancia y no de cuánta gente hay en la calle. Cuando se veían de noche, Ernesto no pensaba en cuántos, Ernesto pensaba en quiénes.

Semáforo en verde, cruzó la avenida y se estacionó dónde lo hacía cada tres semanas, cuando el marido de Martina cubría el turno de la noche en la comisaría. Parado abajo del plátano, enfrente al lavadero, quedó el Fiat uno con Ernesto adentro. Desde allí veía pasar al marido de Martina, entonces subía. Hacía años que tenía las llaves del oscuro apartamento interior. Aunque él y Martina eran amantes desde hacía cinco años, Ernesto todavía se ponía nervioso mientras esperaba a ver aparecer por el retrovisor del acompañante al esposo de su amante.

Prendió un cigarrillo, bajó la ventanilla y le dio la primera pitada al pucho. El pucho, el mejor ansiolítico que había probado en su vida. Allí venía el ciento sesenta y tres y todo lo que había pasado tres semanas atrás se repetía. Las mujeres se bajaban y corrían hacia la avenida para alcanzar otro ómnibus. Ernesto tenía la teoría de que la mayoría eran enfermeras que trabajaban de noche en el Hospital de Clínicas. A las diez menos siete minutos la mujer del quiosco se asomaba a las rejas y miraba en ambos sentidos, después cerraba la ventana y apagaba la luz, no más alfajores de envoltorios brillantes por ese día. A las diez y dos minutos doblaba la esquina el marido de Martina.

Otra bocanada de humo. Diez menos tres minutos. El Fiat uno cada vez daba más problemas. Pedía cambio, pero Ernesto no tenía un peso para compararse otro. Cuando le dejara de funcionar no vería más a Martina, no le gustaba tanto como para tomarse un ómnibus. Al comienzo sí, los primeros meses hubiese ido caminando, pero ahora no. De nuevo el olor a nafta, olor a plata quemada. La aguja del tanque de nafta hacía dos años que no funcionaba.

Diez y dos minutos, el marido de Martina aparece en el retrovisor. Todavía es una figura chiquita a contraluz. Una figura fornida. El pantalón azul le queda chico. Martina dice que no es musculoso pero que parece por el chaleco antibalas. Ernesto piensa lo mismo que piensa cada vez que el marido de Martina pasa junto a su auto ¿y si siente el perfume de Martina? En el asiento del acompañante Ernesto le había hecho el amor a su amante cien veces, cuando recién se veían, cuando todavía eran compañeros de trabajo en la oficina. El perfume de Martina era dulce y penetrante, eso le decían las otras mujeres que se subían a su auto.

—¡Qué rico aromatizante de auto!– le decían las amantes de turno.

—Viste, te va a quedar en la ropa, yo hace años que no me lo puedo sacar de arriba- respondía Ernesto y se reía, y se acercaba a besarlas y a meterles la mano en la entrepierna, como se la había metido a Martina.

Por las dudas, Ernesto siempre dejaba la ventanilla del acompañante cerrada mientras pasaba el marido de Martina.

El marido de Martina se hace cada vez más grande, da pasos largos para tener las piernas tan cortas. Ya ocupa todo el espejo retrovisor la palabra “Policía” bordada en blanco sobre la tela azul oscuro de la camisa. Ernesto le da el último beso al cigarro, el más largo y necesario, sin despegar los ojos del espejo. El marido de Martina pasa sin mirar, como siempre, y cuando Ernesto cree que está a salvo y piensa en tirar la colilla lejos, el policía se da vuelta, lo mira, retrocede y le golpea la ventanilla del acompañante. Ernesto larga el humo adentro del auto para tapar el olor a transgresión y se estira para bajar la ventanilla mientras siente como el corazón le golpea las costillas y las manos se le empiezan a humedecer.

—Amigo, tenés una pérdida de nafta. Hacete ver la cachila— le dice el marido de Martina.

Tiene una voz mucho más fina de lo que Ernesto se había imaginado.

—Sí, sí. Gracias. Después me fijo— Ernesto le sonrió sin ganas.

—No te dejes estar que el olor se siente de la esquina— ordenó el policía.

—No, no te preocupes que ya me bajo y veo qué puedo hacer. Gracias.

—Por nada maestro. Que tengas buenas noches— el marido de Martina se enderezó y le palmeó el Fiat sin dejar de mirarlo.

—Gracias, igualmente— Ernesto volvió a sonreír, pero esta vez más calmado.

Lo vio alejarse con una mano en el revólver y la otra en el bolsillo. Entonces sintió el calor en los dedos, a la colilla ya no le quedaba nada. Aflojó los dedos y la dejó caer por el lado de afuera de su ventanilla, se inclinó para cerrar el vidrio del acompañante y notó como el aroma penetrante de Martina se mezclaba con olor a nafta quemada. En un instante, el espejo retrovisor quedó ciego de humo y el Fiat se encendió, por última vez.

Yamila Martínez

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