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Estación Sur
Escuela de escritores
de 
Carlos “Cholo” Gómez Guerrero

Lunes

de Ana María Espiñeira

 

Salieron de tardecita, después de tomar unos mates para calentar las tripas. Ya hacía frío. El almuerzo había sido unas porciones recalentadas de pizza del domingo que le habían dado al Pancho en el boliche, frente a la policlínica del barrio. Pancho con la silla  no podía ir mucho más lejos, pero allí siempre le daban algo y él lo compartía con su hermana y el Brandon.

Ya cansados, volvían empujando el carro casi vacío por las calles sin gente y poco iluminadas.

—Yo te lo dije muchas veces, Flaca, los lunes son días malos, no se requecha nada, pura mugre y botellas vacías.

—Bueno, algún peso nos darán por estas botellas.

De pronto, al doblar una esquina, en la parte de atrás de un almacén, un farol del alumbrado público les descubrió  un contenedor rebosante de cajas.

—Bueno, Flaca. ¡Se nos dio! Esto sí vale la pena

Con rapidez y experiencia comenzaron a desarmar las cajas y a acomodarlas en el carro. Primero las que rodeaban el contenedor. Bien ordenadas, las sujetaron con una cuerda. Luego comenzaron a sacarlas de adentro, algunas estaban muy sucias y mojadas, las dejaban a un lado. De pronto la Flaca, que se había metido dentro del contenedor, gritó:

 —¡Brandon, Brandon, en una caja hay una botella, llena!

—Flaquita, ¡esto es bueno!— exclamó Brandon mientras dejaba las cajas en el suelo y sostenía con las dos manos la botella cuadrada que le alcanzaba la Flaca.

—Sí, esto es güisqui del caro, del que toman los finolis. ¡Flaca, nos vamos a hacer una fiesta!

El Brandon acariciaba la etiqueta roja y miraba extasiado la figura del caminante impresa.

—No, no —dijo la flaca, mientras con un salto salía del interior del contenedor.

—Vamos a llevársela al Pancho.

—Bueno, sí, pero primero vamos a tomar unos tragos nosotros. Qué macana, esto tiene un tapón raro que no se puede sacar,  no podemos tomar por el pico.

—Esperá, esperá —dijo la Flaca, corriendo a buscar una bolsa que llevaba en el carro.

Después de rebuscar entre un montón de cacharros viejos encontró un  jarrito de aluminio, muy quemado y abollado, y lo mostró al Brandon con orgullo.

 —¿Viste que yo siempre tengo lo que hace falta?

—Sí, Flaca. Siempre.

Se sentaron en el cordón de la vereda. Con angurria mal controlada, Brandon se sirvió una medida abundante y la despachó en dos tragos. Le sirvió un poco a su compañera, y cuando ella pretendía paladearlo sin apuro, le arrebató el jarro de las manos y volvió a servirse. 

Viendo la mirada ansiosa de la Flaca, le compartió algunos tragos más. La botella ya estaba por la mitad.

—Bueno vamos, vamos a llevarle esto al Pancho— reclamó la Flaca.

Brandon se incorporó no sin dificultad. Con la botella en su mano derecha como si aferrara una batuta, con la izquierda giró su gorro hasta que la visera cubrió sus ojos y la sostuvo allí. Adelantó una pierna.

—Mirá Flaca, ¿no soy igualito al tipo ese que aparece en la botella?

—No jodas Brandon, ¡qué vas a ser! ¿No te das cuenta que ese de la botella es un gringo con  plata? 

Ella se levantó  y pretendió arrebatarle la botella.

—Vamos. Vamos a llevarle esto al Pancho.

Brandon trastabilló, trató de apoyarse en la Flaca y abrazados cayeron al suelo. El jarrito rodó con un repique de latas por el asfalto y con estruendo de vidrios rotos la botella se estrelló contra el cordón.

El Brandon y la Flaca se levantaron, todavía abrazados, contemplando desconsolados cómo el líquido ámbar corría calle abajo arrastrando hojas y mugre por la calzada.

—¿Viste Flaca? Yo te lo dije, muchas veces te lo dije:  Los lunes no son días   buenos. Nunca son buenos.

La dejó ir

de Graciela Gnazzo

—Lu, se te ve muy bien hoy— le dije mirando su vestido azul muy flojo.  

—Ayer dejé definitivamente a mi madre— dijo sonriendo.

—Pero, tu madre murió hace muchos años.

—Bueno, necesité todos esos años para dejarla.

—¿Qué decís, Lu? Qué pensamiento…

—No fue un pensamiento. Anoche tuve un sueño lúcido, definitivo. Ella estaba por bajar la escalera, pisó mal y rodó golpeando su cuerpo en el mármol blanco de cada escalón. No corrí para frenar la caída. Sólo la miré sin pestañear. En ese momento fui yo que la dejé ir. 

—¿Y qué sentís?

—Ahora podré hacer cualquier cosa, ya no me dirá qué está bien y qué está mal. 

Lu me miró plácida, trepó a la cornisa y caminó por el pretil. Tuve miedo de que se cayera, pero ella caminaba segura y armoniosa. 

Ese día, todos vieron ondular su vestido como alas azules sobre los pretiles.

El premio

de Carlos “Cholo” Gómez Guerrero
 

Por absurdo que pareciera, en el sorteo me saqué unas máscaras artesanales talladas en madera. Al resto le tocaron cosas más útiles, como estadías en Punta del Este, botellas de whisky, encendedores, corbatas, agendas, libros y toda una serie de chucherías típicas de una fiesta empresarial. Pero a mí no. Mi proverbial mala suerte en todo tipo de sorteos hacía que cuando ganar fuese seguro, yo ganara porquerías inútiles como aquellas máscaras.

Apenas entré a casa las deposité sobre la mesa del comedor. Quedaban raras sobre aquella mesa de vidrio apoyada en dos columnas de yeso blanco. No entonaban con la decoración despojada y metálica de un apartamento de soltero joven.

Aquella noche Paula se burló de mi premio. Me preguntó qué pensaba hacer con las máscaras y le contesté que no tenía idea.

Las agarró para mirarlas y después de un rato me dio una. Con la suya buscaba la mía. Jugamos a los besos. Veíamos divertidos a las máscaras que se besaban. Los labios de las bocas toscas se acoplaban muy bien. La madera se entibiaba en nuestras manos mientras los rostros se cubrían de besos en los ojos, en la pera, en la comisura de los labios que parecían sonreír en cada contacto. Las bocas se encontraban otra vez. Encajaban. Se entreabrían y besaban con lenguas de savia y promesas de frutos en la primavera. Observábamos atónitos e impasibles la savia de esas bocas que se buscaban con una pasión suave y un murmullo de pájaros.

No sé cómo fue que nos encontramos de rodillas, en un abrazo lento, fundidos en el beso de las máscaras que se besaban solas en el suelo, a un costado de nuestros cuerpos desnudos. Danzamos el amor con un fuego de leños secos. Crepitamos en un éxtasis lento que nos incendió por dentro, nos sacó del tiempo y el espacio hasta inundarnos de un placer etéreo, y nos llevó al encuentro más profundo que habíamos experimentado en nuestras vidas.

Despertamos abrazados y sudorosos, con el olor del amor en nuestros cuerpos blandos. Besé a Paula en un hombro y me incorporé confundido y pleno. No sabía si había soñado todo aquello. Estábamos desnudos sobre la alfombra del living. Nuestras ropas yacían esparcidas por todos lados en montones dispersos y quietos. Recordé las máscaras. Tenían que estar por ahí. Comencé a buscarlas por el suelo, sobre la mesa, entre las ropas. Luego de un rato me quedé de rodillas. Paula me miraba somnolienta desde la alfombra.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

—No encuentro las máscaras.

—¿Cómo?

—Las máscaras de madera, las del sorteo, que no las encuentro.

—No puede ser, ¿las buscaste bien?

—Sí, hace rato que las estoy buscando, pero no están.

Paula me miró despacio. Sonrió.

—No importa —dijo—. Total, ¿para qué las queremos?

 

 

De fantasmas.

O cómo lograr que un desvío en la atención favorezca nuestro relato.

de Jorge Molinari

En educadores, en políticos, en vendedores de baratijas, etc., etc., el llamar la atención es clave para sus objetivos.

Lo mío era tal vez más trivial para el mundo, pero para mí era importante.

Mis nietas mellizas —creo que en el tiempo que transcurre este relato tenían seis o siete años— me habían invitado a pasar unos días de playa junto a sus padres.

Llamar su atención no era asunto sencillo, porque en su mundo los centros de preocupación transcurrían muchas veces por asuntos que no imaginamos, y que por nuestra falta de preparación abuelística, nos toman de sorpresa.

Me propuse partir de su mundo. 

—Tengo un fantasma amigo— les dije.

La respuesta de ambas fue al unísono:

—¡Los fantasmas no existen!

—¡Como que no existen! Existen, como existen las princesas y las sirenas. Como Harry Potter. Pero además, siguiendo ciertas reglas, ustedes también van a poder hablar con él.

La propuesta las entusiasmó.

—Tito, se llama el fantasma. Los amigos le llamamos Fantastito. Ahora, para hablar con él, hay que seguir ciertas reglas. Si ustedes están interesadas en entrevistarse, hago las gestiones y les digo cómo hacer.

El acuerdo fue inmediato.

Al cabo de un tiempo llegué con las instrucciones necesarias para que ellas pudieran al fin entrevistarlo.

—Tito tiene un espacio de tiempo a partir de la próxima madrugada: una y cinco. Y ustedes deben llamarlo de determinada manera para que él acceda a la entrevista. Deben decir: “bien Tito”, teniendo especial cuidado en que las dos palabras queden claramente separadas en la pronunciación, porque si las dicen juntas, “bientito”, él puede entender que le están diciendo que se vaya: “vientito”.

Al cabo de unos días —ya no estaba en la playa— me llamaron para decirme que se habían quedado dormidas, y que por lo tanto no pudieron hacer la entrevista. Me pidieron que gestione una nueva entrevista y que les repita la clave porque no se la acordaban.

Les expliqué que, de acuerdo a lo resuelto en el último congreso de fantasma, las claves no se pueden escribir ni pasar por teléfono u otro medio de comunicación, sino que deben ser de persona a persona*.

En eso estamos: yo, gestionando con mi amigo Fantastito una forma más fácil de acceso, y mis nietas, revisando su intensa agenda de actividades partiendo de los años escolares.

 

*Estoy violando la regla al escribir la palabra clave, pero sepan perdonar en aras del relato, que creo lo vale, y además porque los años pasan y estos desvíos de atención a ese nivel son menos posibles.

 

 

Charly

de José Luis Glisenti

Siempre tuve mascota, hasta una oveja cuando era chico, porque vivía en el campo con mis padres. Desde que vine a Montevideo a vivir a un apartamento me acompañaron perros o  gatos. Alternando, según cómo viniera la cosa. El último fue un salchicha, perro mañoso si los hubo, que se terminó enfermando, joven aún, y murió hace poco. Y ahora estoy buscando reemplazante. Tiene que ser de algún albergue, no queremos que  sea un perro pituco. Además quiero apoyar el tiempo y el trabajo de esas personas que se preocupan tanto. 

Se me ha atrasado la búsqueda. Hoy no puedo, tengo que ir a trabajar, será en el fin de semana. Cuando llego a la oficina hay paro hasta que haya una entrevista donde se retome a sindicalistas destituidos. Podría aprovechar este tiempo para buscar una mascota, pero vine en ómnibus y si vuelvo a casa no salgo más. Un compañero me preguntó si me arrima y recordé que él vive cerca de una protectora de animales, además me puede ayudar a elegir, le gustan las mascotas. Le cuento y arrancamos.

—¿En qué andás con la protectora de animales?

—¿Eh?– dijo mi amigo.

—Se me murió el salchicha y quiero otro perrito para los nenes, me dejás ahí y si consigo algo llamo un taxi. 

Optó por acompañarme y allá fuimos. Nos recibió la encargada, muy simpática y mejor vendedora. De ahí nos íbamos con un perrito. Fuimos charlando de una manera muy cordial. Nos mostraba su amor por esas mascotas que estaban en las jaulas. Teníamos que llevarnos uno.  Mi amigo hacía fuerza por todos, no había ninguno que no le gustara. Por allá lo vi y fue amor a primera vista. Ahí estaba en un jaulón, mirándome. La alberguista, cuando vio mi mirada, se sorprendió. 

—No es lo que estás buscando, ¿lo tenés claro? Además es chúcaro, muy chúcaro, a nadie le ha hecho fiestas. No me gustaría que me lo devolvieras mañana porque ellos sufren esos rechazos— me dijo enérgica.

—Sí, sí— respondí casi irritado, dirigiéndome hacia donde estaba el enorme rottweiler moviendo la cola. 

Mi acompañante tampoco creía lo que estaba pasando y vino muy despacio unos pasos atrás mío. Me acerqué, lo miré detenidamente, él me miró y no dudé más. Pedí que  me abrieran la reja. La encargada volvió a mirarme sorprendida y lo hizo. Al  entrar, sus dos patas llenas de barro por la lluvia reciente se posaron sobre mi pecho, arruinando el traje claro. Quedaron huellas de nuestro primer acercamiento amistoso, mi cara fue lavada por un lengüetazo que casi me tira los lentes. Los dos testigos no salían de su asombro.  Nunca había pasado cosa semejante con ese animal, así que se relajaron y empezaron a disfrutar el espectáculo de mimos y juegos. 

Sin dudarlo,  dije que me lo llevaba y llenamos todos los formularios.  Se lo veía feliz al animal, no paraba de saltar y ladrar. Así que pensando en el regreso compré un buen pedazo de nylon en la ferretería de la esquina para que además de mi traje no arruinara el tapizado del auto. Lo subimos al asiento de atrás, donde con la ventana abierta disfrutó la libertad.

Cuando llegué a casa mis hijos sorprendidos lo recibieron con dudas. No podían creer que su próxima mascota fuera un perro que metía miedo. Pensaron que era una de mis bromas, pero no, esa sería su mascota. Primero con un poco de recelo, luego más confiados, se fueron aproximando y acariciándolo. Pronto correteaban por el pasillo, persiguiéndose, y lo dejaron subirse a sus camas. 

De inmediato se convirtió en uno más de la casa. Jugaba con todos, nos peleábamos por salir a pasearlo, le habíamos conseguido un buen collar para manejarlo y lo habíamos adoptado.  Del refugio llamaron con muchas dudas y más preguntas para saber cómo iba la adaptación. Todo marchaba sobre ruedas, ya nadie dudaba que fuera el nuevo integrante de la familia. La “madre” tenía una especial deferencia para Charly, que era cocinarle especialmente sus comidas preferidas. Muchas veces ni ella ni nosotros teníamos la misma suerte, venía el delivery. Nunca supimos su edad exacta, se calculaba que era un adolescente de seis años y aún no sabíamos que viviría siete más en nuestra casa. 

A los pocos días lo llevamos  a la veterinaria del barrio a hacerlo revisar. En principio tenía las vacunas, pero era importante ver qué opinaban los expertos, que  además eran amigos del barrio. La sorpresa fue mayúscula cuando el perro vio a la veterinaria y se desesperó por saludarla. Ni el grueso collar ahorcador lo detenía. Ella a su vez lo reconoció, en su cara se reflejó la alegría y le abrió los brazos al grito de “¡Charly!”.

Luego de los saludos, me preguntó cómo lo había conseguido. Le expliqué lo que los lectores ya saben. Ella también tenía una historia para contar relacionada con Charly que nos preocupó, pero también aumentó el cariño al saber todo lo que había sufrido.

A Charly lo encontró y  lo había rescatado de los aledaños de un basurero donde lo habían tirado moribundo. Todos le dijeron que era imposible que sobreviviera, pero ella lo curó y lo cuidó, trayéndolo a su veterinaria. Lograron averiguar que este rottweiler había sido entrenado para peleas de perros y que su última entrada al ring había sido atado contra dos enormes dogos. Tenía los dientes limados y cuando comenzó a recuperarse, además de curar sus heridas, hubo que hacerle un tratamiento de desintoxicación, porque era un perro al que drogaban para esos “entretenimientos” con apuestas. Cuando por fin logró estabilizarlo y sanarlo de las lastimaduras profundas, descubrió a un perro tranquilo y mimoso que no pudo mantener por mucho tiempo, pese al cariño mutuo. Años después la tuvimos que llamar para sacrificarlo, porque a raíz de una operación de cáncer no se alimentaba ni hidrataba, solo se quedaba tirado en su cucha. Pero fue verla y corrió a recibirla y saltarle ladrando, con todas sus energías. De pasada robó un pancho que estábamos por comer y se lo devoró de un bocado para, luego de los saludos, beberse toda el agua que hacía días estaba frente a él, sin tocar, y devorar su plato de comida.  Lo habían desahuciado, pero sobrevivió varios meses más gracias a los cuidados que se extremaron. Siempre alguien cocinaba para Charly, en general buena carne con arroz, su plato preferido. 

Nos quedan sus historias, como aquella única vez que robó un pollo que se estaba descongelando sobre la mesada de la cocina y lustró todo el piso del apartamento tratando de trozarlo. Los sustos que les daba a los vecinos con sus saludos en sus primeras caminatas por el barrio,  hasta que lo conocieron y disfrutaron. En invierno, cuando se lo abrigaba con la camiseta del club del barrio, su andar era más orgulloso y elegante por la pasarela diaria. 

Varias veces durmió en la misma cama de los nenes que guardaban el secreto.  También vimos a ese enorme y feroz perro lucir vestidos y gorros, disfraces que parecía disfrutar tanto como los niños.

Aún extrañamos sus escasos y fuertes ladridos pidiendo calle, su trote para saludar cuando llegábamos, su mirada atenta a todo lo que pasaba. En una repisa que está en un lugar privilegiado de la casa, hay una foto del temible y enorme luchador que recogieron moribundo, con mi hija montada a caballo, una amiga que le quiere poner un gorro, y otro que le da de comer en la boca. Tuvimos la suerte de que nuestras vidas cambiaran aquel día que salí a buscar un perrito chico y lo encontré, echado triste, en una jaula. 

 

Taller CDA AEBU

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