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Taller "Entrelíneas"
de: Verónica Lecomte

Identidad

de: Elsie Ilaria

Durante varios años y a pesar de que ya nada me esperaba ahí, continué yendo con cierta periodicidad al barrio en el que había crecido. Esos paseos los hacía en soledad y generalmente no le contaba a nadie. Dejaba el auto a unas cuadras de la que había sido mi casa, y caminaba lentamente observando todo: la plaza y el viejo timbó de ramas anchas, la peluquería, el quiosco, el bar del tano; todo, como si lo viera por primera vez. 

Al llegar frente a la casa, me paraba en la vereda y me quedaba mirándola. Algunas veces, al estar ahí ensimismada, contemplando el cerco nuevo de flores blancas o las ventanas que estrenaban rejas, escuché  a alguien que me preguntaba si estaba perdida. Yo hacía un ademán con la mano diciendo que no, balbuceaba alguna excusa rápida y me alejaba caminando.

 Cuando tenía suerte de que nadie interrumpiera mi momento, pasaba largo rato entretejiendo recuerdos. Lo primero que venía a mí era el olor que había sentido cuando nos mudamos. Era un perfume a nuevo, a vida por estrenar. En ese momento la casa era ella,  y mis padres y yo éramos nosotros. Con el tiempo fuimos perdiendo identidad y la casa también. Ella se fue moldeando a las costumbres y nosotros aprendimos a incluirla en nuestra vida. Para mis padres las paredes solo debían ceder su blancura ante la presencia de un clavo, necesario  para colgar algún cuadro importante. Después,  ellas se acostumbraron a esa palidez apenas interrumpida, y rechazaban cuando yo las tocaba con mi mano sucia.

No fue lo mismo con el patio de piso de piedra. Él aceptó el roce implacable de la cadena del perro, así como las invasiones de las raíces del álamo que lo resquebrajaba sin piedad en su intento de expansión. Mis padres también cedieron espacio a la fuerza del árbol, como si entendieran que nuestro patio era parte de su territorio vegetal. 

La cocina adoptó el olor a sopa, invierno y verano. Los vegetales eran para mis padres amigos entrañables, así como los fritos eran mercenarios sin moral. Aprendí a comer papas fritas a escondidas, dividida entre la culpa y el placer de lo prohibido.

En el comedor diario había una mesa en la que se hacía de todo, desde las tareas del colegio hasta la timba de los sábados. Esa habitación era un prisma de perfumes: desde el de la goma de borrar y el del bizcochuelo, hasta el de las cartas manoseadas de canasta.

El comedor y el living se visitaban poco. La gran mesa de madera maciza era altiva, como si supiese que a ella sólo la vestían para ocasiones especiales. Mi madre insistía en tenerla brillante, por eso lo que  predominaba era el olor a madera lustrada. Yo sentía un poco de tristeza por esos espacios enormes abandonados. Eran, para mí, extranjeros en su propia tierra. 

La última habitación, la que daba a la esquina, era el cuarto de estar. Allí estaban la chimenea, la televisión y la pecera, además de unas veinte macetas que mi madre se había obstinado en colocar en los pocos espacios vacíos que quedaban.  A pesar del calor de la leña crecían salvajes todo tipo de plantas.  Ese cuarto olía a cenizas calientes y a selva. 

Dejé de hacer las visitas al barrio cuando supe que iban a demoler varias casas de la manzana para hacer edificios. No creí que pudiera soportar el enorme sentimiento de orfandad.

Convivencia

de: Elsie Ilaria

Acababa de entrar en la ducha cuando el ruido potente de los rotores de un helicóptero sacudió su resto de modorra. Cerró la canilla, se envolvió en una toalla y fue hasta la ventana de su cuarto. No vio nada. Sólo escuchaba el retumbar de las aspas del aparato. Fue al cuarto que daba sobre la avenida y consiguió ver la cola del helicóptero alejándose entre medio de edificios, por la calle del costado.

Volvió a la ducha. En media hora llegaría Carmen y no tenía llave para entrar. 

—Me demoré por el accidente─ dijo la limpiadora sacándose los zapatos en la puerta. Con ellos en la mano pasó por delante de Estela y fue hacia el baño chico a cambiarse. 

El café, una pasta marrón en el filtro de papel, se colaba despacio en la jarra. El olor a la mañana invadía la cocina. 

—¿Cuál accidente?— preguntó Estela.

Puso el café en el termo, lavó la jarra, tiró el filtro a la basura y sirvió dos tazas.

Carmen volvió a la cocina, terminando de arreglarse la remera violeta que se había puesto encima de la calza negra.

—Una camioneta atropelló a un motociclista. El ómnibus en el que yo venía tuvo que hacer un desvío porque la policía había acordonado la zona. Creo que lo mató. No alcancé a ver. 

—¿Sería por eso que andaba un helicóptero por acá encima hace un rato? Estos de las motos son kamikazes. 

—Si iba al gimnasio espere un rato, porque va a haber un tránsito de locos. Entre que viene la técnica y se llevan al muerto, se arma un lío tremendo.

—Tiene razón, yo también pensé en el tránsito. 

Carmen abrió la heladera, sacó la bolsa del pan, agarró dos rodajas, las untó con manteca y las puso en la sartén caliente. Se sintió el chasquido de la manteca al derretirse.

—Le quedó muy rico esta mañana —dijo Carmen al probar el café que recién se había servido—. ¿Compró la marca que le recomendó su amiga? 

—No, debe ser porque usé agua mineral. No se escucha más el helicóptero.

—¿Usted sabe que a mi hijo Daniel le robaron la moto? Lo apuntaron con un arma en un semáforo. Quedó tan nervioso que tuve miedo de que le diera un derrame. Mi yerno dijo que debe de haber sido alguien del barrio, porque no fue lejos de casa. Hoy iban a ir a investigar los dos. Si lo encuentran al chorro, le quiebran las piernas. 

—¡Qué barbaridad, Carmen! ¿No sería mejor ir a la policía?

—No, no. Es más rápido así. Otro poco de café y ya empiezo con la plancha— dijo mientras agarraba el termo y hacía girar la tapa.

—¿La sirena será de una ambulancia? Esto no se despeja por unas horas. 

—Y si el de la moto murió no lo recogen enseguida. Ya vio cómo es eso. Y todo el mundo atrasado para ir al trabajo.

—Sí, un desastre. Le dejé acá la lista de cosas para hacer. El pollo a la cacerola va a tener que ser sin zanahoria. Con este lío no me va a dar el tiempo  para ir al súper después del gimnasio.

—Pasa cualquier cosa y esta ciudad es un caos.

Qué sabemos del amor

de: Rita Soria

–Y no, mi pobre kayser boxer no tuvo el impacto, ni siquiera el estatus de la bombachita colgada en la canilla del baño, y está claro que no será inmortalizado en una estrofa de canción popular– decía Roberto mientras, de pie, frente al espejo, acariciaba su cara como si ésta tuviese el poder de decidir si afeitarse o no. Se sentía particularmente molesto. Gesticulaba hablando en voz alta y se contestaba a sí mismo como si esa, su imagen reflejada, fuese un otro con quien conversar.

 –No, una canción no, pero  estoy seguro que va a ser parte de la conversación de Maira en su reunión de brujas. 

Maira, su esposa, futura autora del humillante relato, junto con sus amigas, que creyéndose muy originales se llaman así mismas las brujas, solían reunirse por lo menos una vez al mes, rotando de casa. En esta oportunidad tocaba, nada más y nada menos, que en la suya.

Roberto recorría lentamente con su mano el cachete-mentón-cachete, una y otra vez, mientras hablaba consigo mismo.

 –Ya las puedo ver atravesando la sala con sus caritas sonrientes, saludando cual Hidra de Lerna, exhalando su aliento venenoso de voces gangosas y entrecortadas, estirando las sílabas al pronunciar mi nombre: “Hoolllaaaa Rooobeerrttt”, dejando al pasar un clima de mierda. Y yo obligado a sonreír amablemente, fingiendo no saber  que aquel saludo significa “¡aprontate! sabremos más cosas sobre ti”. 

–¿Qué querés que te diga? Me pega en el forro de las bolas esa sensación de estar desprotegido y expuesto, enjuiciado siempre con el mismo jurado, que por definición me hallará culpable sin conocer el supuesto crimen, y aun  sin haber cometido uno.

–Es que las mujeres se cuentan todo, todo, todo. Y no sienten que exista algo a respetar en la cotidiana intimidad conyugal.

–Les gusta hablar.

–Y para hablar por hablar, Maira, podría contarles de nuestras últimas hazañas de alcoba. Eso sí valdría la pena contarlo, y seguramente las brujas la van a envidiar.

Roberto, de soslayo, se echó una mirada rápida y concluyó que su anatomía no estaba nada mal. Se sonrió en pose de superhéroe.

–¿Estás seguro, Roberto?

Sacudió como perro mojado su cabeza, queriendo interrumpir y eliminar eficazmente el desarrollo de su discurso de virtudes.

–Lo que quiero es que no hablen de mí.

Le daba igual cualquier tema que se les ocurriera tratar, siempre que no tuviese que ver con él. Si no se podía evitar, por lo menos, que Maira transmitiese algún mensaje positivo.

–Quiero algo que se aproxime un poco más a la persona que verdaderamente soy.

Roberto se sabía buen padre y esposo dedicado. Disfrutaba de su vida de hogar, pero le molestaba tener algo parecido a la certeza de que Maira no hablaría de ello con sus amigas. Centrarse en las cosas positivas tal vez no fuera parte del target de conversación para el grupo. Se la imaginaba callada, cediendo el primer puesto de mujer sacrificada, sin dar siquiera la pelea cuando las brujas estuviesen en plena disputa, contando minuciosamente los problemas cotidianos que cada cual enfrentaba en su casa.

–Podría decir “chicas, con Roberto compartimos responsabilidad 50-50 de nuestro hogar y en la crianza de nuestros hijos”.

Se sentía tan bien al escucharlo, aunque se lo estuviese diciendo a sí mismo.

–Esperá, Roberto, acordate que está ese asunto del calzoncillo.

–Cierto. Mi pobre calzoncillo olvidado en la perilla de la puerta del armario del baño; y yo, esta noche  jugaríamos en el campeonato de quién vive con el pelotudo más pelotudo de todos. Y no es paranoia. No, no, no, lo pude ver en los ojos de Maira, cuando lo agarró con la punta de los estirados dedos, índice y pulgar, llevándolo lo más lejos de la mano posible, como si se tratara de una muestra de material biológico infestado, y lo pasó en cámara lenta frente a mi cara, y en total silencio, sin dejar de mirarme, como si hubiese ganado un valioso trofeo, y lo tiró al canasto de la ropa sucia con un exagerado gesto de asco. 

Roberto abrió  la puerta del botiquín y por un instante desapareció su imagen. Sin interlocutor, cesó también la conversación. Y mientras preparaba, resignado, la máquina para lograr una afeitada perfecta, se dio cuenta de que allí, donde siempre había tenido certezas, se había instalado una oscura y pesada duda y, casi al instante, sin verla venir para atajarla a tiempo, su cabeza generó la postergada pregunta:

–¿Y si el amor no existiera? ¿Y si el amor no es un sentimiento, ni siquiera una emoción? ¿Si se trata solo de un impulso básico de emparejamiento? ¿Si solo estoy aturdido, bombardeado por hormonas que me quitan claridad y mi cerebro no ha podido tomar las mejores decisiones para mi vida?

 Cerró la puerta del botiquín y ahí estaba nuevamente su imagen. Se dio unas palmaditas en la cara para volver en sí, mientras su mente, divagante, pensaba que un día podría dejarse crecer la barba. 

Las palmaditas lo hicieron reaccionar, pero no lo suficiente como para encajarlo totalmente en el  presente, aunque sí como para continuar el hilo de su auto-conversación.

–Vamos, Roberto, piensa en Maira, piensa en los chicos, en la familia, escucha tu corazón. 

–Sí, es verdad. La peleamos con Maira y no fue fácil construir la familia que hoy somos. Pero dónde nos deja, si todo eso fue un espejismo. Si el profesado amor de todos estos años no ha sido más que el resultado de una ecuación a la que se le han ido transformando y cambiando sus términos, a lo largo del tiempo. El flechazo del primer momento, lo romántico, lo pasional, la atracción física, el deseo sexual, el espíritu de aventura, todo lo que nos lanzó al desafío de vivir juntos, de tener hijos y ser familia; el resultado hoy, es que percibimos nuestra relación como más madura, más amistosa y comprometida con esa dulce sensación de estabilidad duradera.  

Roberto no podía asegurar que Maira sintiera lo mismo que él. Por momentos hablaba por los dos, por momentos hablaba por sí mismo,  pero se dio cuenta de que las dudas eran suyas y de que siempre estuvieron ahí, y que nunca se había permitido escucharlas. 

–Y ahora ¿en qué etapa se encontraban? 

Pensaba que el día a día los había impulsado a un modo de convivencia orientada a resolver los aspectos prácticos de sus vidas, sin conversaciones profundas, tal vez por falta de tiempo. Llegaron a una especie de acuerdo implícito que les permitió alcanzar objetivos comunes, atender los intereses personales socialmente aceptables, y de algún modo cuidándose mutuamente en pos del bienestar de su familia. 

–¿Estarían viviendo algo más cercano a la realidad?

Estaba inmóvil frente al espejo, rumiando dudas y reflexiones.

–¿Podrían las hormonas tomar cuenta de nuestras decisiones, más allá de nuestras voluntades? ¿Y si fuese posible? ¿Pero qué estoy diciendo, acaso no es amor este tranquilo compartir cotidiano, que se siente tan propiamente cómodo?

Roberto detiene su afeitada y solamente mira su reflejo en el espejo. Balancea suavemente su mano derecha, que sostiene la afeitadora, como si le estuviera tanteando el peso.

–Recuerdo cuando nos enteramos del primer embarazo de Maira, unos días antes de mi defensa de la tesis. Todo ello se sintió como un gran logro, pero también lo leímos como un signo. Estaba claro que el universo nos estaba queriendo decir algo.

–Y te casaste. Aun cuando sabías bien que el universo no habla, o por lo menos si dice algo, lo hace al estilo sopa de letras, y le cabe cualquier discurso. No te ofendas, pero si hay algo de lo que puedes estar seguro, es que vos le diste letra al universo. Como ahora, hablándole al espejo. Después no te quejes si estás nominado en la lista de pelotudos de las brujas.

Roberto prendió decididamente la máquina de afeitar y comenzó por el extremo derecho, debajo de la patilla. Mientras, reproducía en imágenes su vida con Maira. 

Al llegar a la barbilla, ya estaba pensando si habría una relación entre los divorcios y las edades de los hijos. Se entristeció al pensar en la posibilidad de vivir sin ellos.

Dejó de afeitarse y afirmó nuevamente, con voz alta y segura, mirándose fijamente al espejo:

–¡Entiéndelo de una vez! Las relaciones no son tarea fácil, pero es un trabajo de equipo. El amor se construye día a día, es tarea de dos, y es posible que sea para toda la vida.

–¿Ahora gritas para convencerte?

Roberto lanzó una carcajada cómplice y retomó la afeitada. Estaba centrado en la máquina, que iba y venía por la pequeña hendidura entre la nariz y el labio, cuando vio la imagen de Maira junto a la suya, moviendo nerviosamente la cabeza y gesticulando con las manos. Hablaba, pero Roberto no podía escuchar bien lo que decía. Un poco avergonzado, disimuló, escrutando un pelo rebelde que estaba  justo ahí, en esa hendidura. No sabía cuánto tiempo hacía que Maira estaba allí. Detuvo la máquina. La miró a los ojos y le sonrió, amparado en la distancia que regalan los espejos, mientras pasaban frente a sí todas las Mairas: la sexi, la apasionada, la divertida, la desafiante, la pragmática, la desinteresada. Y las otras también: las  insoportables Mairas, las que siempre estaban agazapadas, esperando pruebas como esta, del hijo de puta calzoncillo que confirmara que él, Roberto, nunca iba a cambiar.

Taller Entrelíneas

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