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Bajo los efectos de la chicha

Anotaciones dispersas de viaje por Lima y Huarmey

 

Auto-auto-auto-camioneta-metrobús-auto-mototaxi-auto-camión-taxi y bus.

Avenidas, corredores, autopistas y callecitas: a toda hora autos y más  camionetas y taxis informales y buses de todo tamaño y camionetas y autos. Y gente, mucha gente. Asfalto pisoteado y vuelto a pisotear. Una marea de piel indígena carga el peso de Miraflores, El Barranco y el Distrito Comercial, parques temáticos donde todo es lindo, caro y ajeno. Playas pacíficas de aguas turquesa, cantos rodados y sal. Montañas y autos que pasan pero nunca estacionan. Búnkeres de puertas abiertas que siempre están cerradas.

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A cada momento parece que va a llover. Así de gris se ve la ciudad. Autos, motos, buses y taxis y las montañas a las que les dicen cerros, y los barrios en las montañas a las que les dicen cerros de donde bajan de a millones, pujantes (“no es que uno quiera ufanarse”, me dijo el inspector del metrobús, “pero el peruano se amanece en pie, a las 4 AM”), y la nube de la informalidad y los puestos en las calles y las variedades de papas y maíces de inmensos granos apretujados como la gente en el metrobús; y los autos y las motos que hacen que parezca que siempre está por llover por más que apenas caigan unas gotitas.

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Chicha por todos lados: chicha pa acá, chicha pa allá; que chicha morada, que chicha amarilla, que música chicha, que periodismo chicha. Todo lo que lleva el adjetivo chicha es ruidoso y popular: Chacalón y la Nueva Crema, Los Shapis y las cumbias urbanas ─y amazónicas─ y el huaino que se deshiela desde los picos nevados de la sierra y cae en el diapasón de una guitarra eléctrica, en la capital del Perú (BIENVENIDOS A CIUDAD CHICHA), en forma de cumbia a la que llaman chicha, y la bailan de a miles, porque cuando canta Chacalón, los cerros bajan a bailar. Pero Chacalón ya se murió en los noventa y una multitud lloró ante su féretro y ese fue el fin del ángel del pueblo, un tipo que creció durmiendo con sus diecisiete hermanos en la misma habitación de una casucha en el cerro San Cosme, que no sabía cantar, que no bailaba lindo y que era más bien feote, pero que enamoró a hombres y mujeres por igual. Y a Abimael Guzmán lo atrapó la policía, y muerto el perro se acabó la rabia. Ese fue el final de Sendero Luminoso y de la matanza en el falso nombre del Partido Comunista del Perú, y a Abimael Guzmán le fabricaron una cárcel para él solo y lo exhibieron para la prensa mundial metido en una jaula ─que podría decirse “jaula de oso en el zoológico de Villa Dolores” (Montevideo)─, con un traje a rayas, como los presos de las viejas películas, en un acto más, de los infinitos que produjo un país al que le cabe la etiqueta de surrealista chicha.

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Allá en Perú bailamos Cariñito ¿te acordás? Y ni nos tocamos más allá de lo que el baile requería, pero las miradas fueron penetrantes, un sexo con los ojos, otra que sexo, pasó absolutamente todo mientras bailábamos con aquella orquesta que tocó Cariñito una y otra vez y si por mí fuera, que la tocaran una y otra vez hasta que me olvidara del temblor en Huarmey, del Huascarán, del Callejón de Huaylas, del pisco, de la chicha morada, de la Inka Cola y de toda la cordillera de los Andes, qué más da, por mí que tocaran Cariñito hasta que a los Hijos del Sol se les apagara el padre y se terminara la vida en la Tierra.

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Cómo hablar de Perú y no hablar de vos, José Vallejos, con esa pinta de viejo putañero y con todas las cervezas que nos invitabas en aquel tugurio del venezolano en Huarmey ─Ciudad de la Hospitalidad con lucecitas navideñas a las que a nadie se le ocurrió apagarle la musiquita, y que tocaba villancicos en versión china de tarjeta postal musical (¡hablenmé de navidad chicha!)─, y tus historias de chofer de bus en tu juventud y de haber recorrido ese país inconmensurable de punta a punta, del Amazonas a la Puna, del desierto a la cordillera, de la costa a la ciudad. Y lloraste de añoranza por tu hija o de borrachera, o por ambas cosas y muchas más que no nos quisiste contar. Y saludabas amistosamente al venezolano mientras por lo bajo nos decías “cuidado, miren la cuenta que estos te roban”, con aquel acento peruano de lengua resbalosa por la bebida, tratando de llegar a mis oídos entre lo más under de la música chicha que sonaba entre esos puntitos de lucecitas led en tonos verdes y rojos que rebotaban por las paredes bañadas de luz negra, y nuestros dientes que brillaban en el resplandor azul de esa luz de tugurio hasta que sonó tu celular. Atendiste. Dijiste “ya voy” e interrumpiste nuestra charla de amigos porque te acababa de llamar el de la mototaxi, que estaba esperándote en la puerta, y nos diste un beso y saliste zigzagueando, y ahí no te vimos hasta el siguiente mediodía, cuando salías del casino, viejo bandido, y nos dijiste que no nos olvidáramos de preguntar por vos cuando fuéramos a sacar pasaje para volver a Ciudad Chicha, y no tuvimos ni que preguntar por vos porque fue poner un pie en la pequeña terminal y ahí estabas y nos gritaste “hola, amiguitos uruguaios”, y nos vendiste un pasaje doble de una compañía de bus llamada Eric el Rojo. Y a la siguiente madrugada, cuando abordamos el bus, nos dimos cuenta de que probablemente viniera desde lo más al norte, no sé, Máncora o Lobitos, y de que nadie había abierto la ventanilla en todo aquel trayecto de ruta Panamericana, casi 1.000 kilómetros, y el aire era una burundanga irrespirable y entonces me senté en mi asiento, abrí una rendija y dejé entrar el aire seco del desierto costero y al cabo de un rato me quedé dormido, pero en la duermevela supe que vos, José Vallejos, viejo bandido ─que me decías que te dolía la manera en que robaban a los turistas cobrándole de más, y que eso no podía ser, porque cómo nos íbamos a robar entre hermanos latinoamericanos─ me habías vendido un pasaje de bus de una compañía chicha a precio de línea normal, y gracias a eso debo haberme dormido con una mueca de media sonrisa. Si serás, eh; José Vallejos: el mejor de los ladrones; no por mucho robar, sino por quitar poco y dar tanto, viejo bandido.

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Gente y más gente y la trama se torna un sinsentido. Y filas de vehículos esperando y miles de personas esperando cruzar la avenida y las agentes de tránsito en las cercanías del Estadio Nacional que arrean carne, metal y caucho: ¡Dele, dele, dele; pare, pare, pare! Gritan entre bocinas que nunca cesan y a estas alturas cuesta imaginar que algún día puedan callar, por más que haya cartelería en la vía pública que anuncie que se empezará a multar la toca de bocina sin motivo; el asunto es que hay motivo para los bocinazos, porque cada quien usa su auto, o camioneta, o lo que tenga, y cuando va de casa al trabajo, o a donde sea, da un bocinazo al transeúnte y en una transa informal pactan el precio del viaje. Y a partir de ese momento, dos desconocidos emprenden el recorrido: dos células que subsisten como pueden en un organismo caótico cuyo cerebro no piensa en los riñones ni en el páncreas, y así es un sálvese quien pueda y en ese sálvese quien pueda los bocinazos anuncian el apocalipsis del sistema político que se desarrolla lentamente, que desde Fujimori es un sistema fragmentado aunque yo diría fermentado, como el maíz de la chicha. ¡Eso!: un sistema político-chicha que acusa de terruco ─es decir, senderista─ a todo lo que provenga de las luchas sociales y brega por el sálvese quien pueda del liberalismo más acérrimo.

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Personas y más personas que han llegado desde el interior y que nunca más se fueron, desde abuelas que sonríen poco, pero que cuando lo hacen dejan ver los arreglos dentales hechos en la sierra, dientes erosionados de mascar coca, hasta jóvenes ─inocentes o ladinos, o ambas cosas─ candidatos a bachilleres leonciopradinos, y entre medio, todo lo que te puedas imaginar, impregnando la inmensidad de chicha y leche de tigre ─ácida, recia y picante─. Personas capaces de cargar más que una mula aplastadas por el mismo peso que aplasta a unos y otros (iba decir esto en lenguaje inclusivo: "mismo peso que aplasta a unes y otres", pero no vi inclusión ni igualdad; y ya que no puedo contar esto en peruano, voy a dejar por acá, porque tampoco quiero que sean las palabras de alguien tan uruguayo y piojito-burgués las que hablen de un país mágico y surrealista chicha, ─se me ocurre que Uruguay es el país más aburguesado de Sudamérica, pero tal vez esté delirando bajo los efectos de la chicha, o peor, del rocoto, en el apacible paisito oriental con mito democrático y moderno, ahora rodeado de izquierdas exquisitas y fascistas salidos del clóset y...

Y ya estoy hablando de mí, a pesar de los seis presidentes en seis años, los huaicos de agua y piedra embarrada que arrasan con Arequipa ─lo bueno de Perú es que siempre hay un desastre natural que pone en segundo plano al desastre político─, de la represión policial y de los buses que no dejan de dar vueltas, de los taxis que siempre tocan bocina y los autos que siguen pasando hasta el infinito, como los mandatarios, sin estacionar jamás.

Pablo Olivera Pulp

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