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Lagarteada marcial

Tirá tranquilo, fue la última frase antes de lapidar nuestra tarde de lagartos.

Por aquellos días en el barrio, entrábamos en una edad en la que buscábamos desprendernos de la infancia, por lo cual ocupábamos gran parte del tiempo observando minuciosamente al grupo de los más grandes, para luego copiarlos a la perfección y así  adoptar actitudes maduras. Estudiábamos sus gestos, frases, posturas y cualquier cosa que nos pareciera característico de una edad más avanzada, evolucionada. Cambiamos nuestros peinados, nuestra forma de vestir, caminamos distinto e incluso intentamos fumar a escondidas. Pero lo que más nos gustaba de esta especie de juego evolutivo era lagartear. En el momento que entendimos claramente lo que involucraba este concepto, ni lentos ni perezosos, comenzamos a emular con mucha frecuencia esta acción, o mejor dicho, inacción. Básicamente consistía en tirarnos en el pastito al costado del edificio en las tardes de sol. Con un yuyo en la boca, piernas cruzadas, un codo apoyado como sostén, la mirada perdida en el horizonte y dejando pasar la vida nomás. 

Todo esto sucedía siempre y cuando no estuvieran los más grandes, que tenían la prioridad geográfica sobre todo el complejo de viviendas. Si ellos estaban en un lugar, teníamos que ir a otro, y si ellos venían a donde estábamos, teníamos que esfumarnos. Códigos son códigos. Igual hay que dejar claro que ejercíamos el mismo reglamento de tierras con el grupo de los más chicos. La cosa es que esa  tarde en cuestión las condiciones estaban perfectamente dadas para practicar nuestro nuevo hábito de crecimiento,  lagartear. Y así lo hicimos el Pino, el Berru, el Nielsen y yo, hasta la llegada de Hernán.

En el entramado social del barrio, la cuestión se dividía en grupos por franjas etarias, y siempre existían algunos desgraciados que por cuestiones del destino quedaban entre grupos, es decir que eran muy grandes para unirse a unos, y muy chicos para otros. Ese era el caso de Hernán, que por aquellos días estaba comenzando su carrera como Taekwondista en una academia barrial de dudosa procedencia. La cosa es que nuestro pequeño Daniel San estaba haciendo sus primeras armas, y se sentía confiado de sus conocimientos avanzados en este combate milenario. Ya contaba con un cinturón blanco de principiante, pero con la puntita amarilla, que simbolizaba la primera cocarda en esta desenfrenada carrera por dominar el Taekwondo. 

Ese día, en un nuevo intento de seducirnos con el único fin de ser aceptado definitivamente en nuestro enjambre, decidió demostrarnos todas sus habilidades marciales adquiridas hasta el momento. Al llegar de su clase con su kimono blanco inmaculado, y con su cinturón bien atado, no se le ocurrió mejor idea que interrumpir nuestra práctica de crecimiento como futuros adolescentes.

Echados en el pastito, lo vimos llegar con su disfraz, perdón, su vestimenta de Taekwondista. No faltaron los chistes típicos del Nielsen, comparándolo con un heladero y cosas del estilo. El pobre Hernán, en un arrebato de confianza y queriendo claramente llamar nuestra atención, se para frente a nosotros y dice que va a hacernos una demostración de sus conocimientos. Aguantamos las risas y esperamos el desenlace que realmente nos daba mucha curiosidad. 

Hernán era chico pero no bobo, y para su proeza le pidió al Berru que se pare. Para sorpresa de todos, se levantó como un resorte, entusiasmado por ser elegido para dicho acto demostrativo. El Berru, como buen niño asmático en un barrio de tiempos arcaicos, tenía terminantemente prohibido hacer deportes o cualquier actividad que le produjera algún tipo de agitación, por lo cual era el menos dotado de agilidad y destreza del grupo por su falta de práctica. Es claro que Hernán tuvo en cuenta este dato para asegurar el éxito de su demostración, ya que el resto de los presentes estábamos a un nivel superior para cualquier desempeño físico.

Se ponen frente a frente nuestro pequeño ninja y el asmático. La situación se ponía buena y ya todos abandonamos nuestra pose reptiliana para adoptar posición de espectadores. Hernán, de forma relajada y tranquila, le pide que le tire una patada,. El Berru lo mira, un poco desorientado por el pedido y le pregunta ¿con qué pierna?, a lo cual nuestro pequeño sensei le dice: con cualquiera. Inmediatamente repregunta: ¿a qué lugar del cuerpo?, a lo que el pequeño saltamontes responde: a cualquiera. El Berru, en su afán de cumplir al pie de la letra la demostración, le plantea su última duda: ¿Te aviso antes de patear?, a lo cual Hernán responde que no, con un leve movimiento de  cabeza. Con un gesto de soberbia lo llama con su dedo índice, y con una media sonrisa le dice: tirá tranquilo.

Todos quedamos en silencio y observando el desenlace de esta exposición magistral de defensa personal, pero para nuestro asombro sucedió algo increíble. El Berru, desde su posición relajada, encorvada y poco atlética, sin asumir una postura de alguien que se prepara para lanzar un golpe, ejecutó la mejor patada que vi en mi vida. Ni en una película de acción o maquinita de pelea vi tal despliegue de violencia en una fracción de segundo. Lanzó una patada baja a una velocidad casi imperceptible que todos quedamos atónitos. Hernán no logró mover ni una pestaña para evitar el viandazo que terminó por juntarle las piernas en el aire, desplomandolo en el suelo. El silencio fue sepulcral. Si fuera un cómic, se nos caía la mandíbula del asombro y la admiración a semejante ejecución. 

El pequeño Bruce Lee comenzó a llorar desconsolado, no sabíamos si era por el golpe o por su demostración fallida o por ambas. La cosa es que salió corriendo para su apartamento en el tercer piso. 

El final estaba cantado y los cuatro lo sabíamos, a los tres segundos ya estaba el padre de Hernán increpandonos y pidiendo la cabeza del culpable. Nuestro pacto de silencio para no delatar a nuestro amigo era infranqueable, hasta que sale Hernán por la ventana de su apartamento en una muestra clara de infantilismo, recordándonos por qué no formaba parte del grupo. Señala a los gritos al inocente Berru, que solo se había limitado a cumplir con todo lo que el pequeño sensei le solicitó para la demostración. 

El padre, indignado, no dio derecho a réplica del presunto culpable, ni de sus tres amigos defensores, y al grito de rajen de acá, vagos malcriados, se llevó al reo hasta la casa para que sea juzgado por sus padres y reciba la condena correspondiente. Los demás salimos como ratas por tirante, ya que siempre existía la posibilidad de que nos condenaran a todos si nos quedábamos mosqueando.

Un desenlace típico, donde primó la injusticia dictatorial de los adultos por defender a los más chicos, sin escuchar argumentos y amparados bajo las frases, “no me des explicaciones”, y “a los más chicos no se les pega”. 

El procesado terminó cumpliendo una dolorosa condena de tres semanas de encierro, sin visitas ni salidas transitorias, por haber lanzado la mejor patada de su vida. 

La víctima fue enyesada en el hospital por la fractura de su brazo, y en ese mismo instante terminó su prometedora carrera como taekwondista. 

Hoy, cuando rememoro aquellos tiempos lagarteando en algún pastito por ahí, en esas tardes cálidas de primavera, siempre se me vienen las imágenes de aquella anécdota y siempre llego a la misma conclusión: una fracción de segundo perfecta, condenada injustamente por exceso de belleza.

Gerardo Martínez

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