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DE HÁBITOS Y CIRCUNSTANCIAS

Eran los finales de la Guerra Grande. El carromato venía huyendo a matacaballo. Eran tiempos de revancha. Había que huir o morir. Con cada piedra del camino, bártulos y cacharpas saltaban endiabladamente dentro de la carreta. Algunas cosas caían. Parar a recogerlas, minga. La vida valía más que un apero o una cacerola. Así quedaron esparcidos por el solitario camino montaraz un libro 1º de lectura, un cuchillo envuelto en una arpillera y una sartén con el mango roto. Allí los encontró el abuelo de Don Benito. En esos tiempos, para un humilde niño del campo, aquellos eran tesoros. Los escondió en una apartada tapera.

Servilmente cebando mate en rueda de Troperos, había escuchado que un cuchillo con muerte habida brillaba en las noches sin luna. Y así, iluminándose con aquel cuchillo baqueano de tantos entreveros, había aprendido a leer ese niño guacho. Esto le contó el abuelo cuando Don Benito era niño. Él, a su vez, lo contó en la escuela a sus maestras. Ellas, siempre cariñosamente, le decían que era una fábula inventada por su querido abuelito para destacarle qué importante era estudiar y cuánto le había ayudado económicamente su abuelo para que él estudiara y se recibiera de contador.

Pasaron los años y Don Benito, después de una vida de orden y trabajo, ya viudo y jubilado, decidió comprobar si lo que le había contado su abuelo era verdad. Entonces empezó a buscar cuchillo que tuviera muerte habida. Ese domingo recorrió las calles aledañas donde vendían cosas usadas. Preguntó a varios vendedores si sabían quién tendría un cuchillo con ese requisito. Muchos lo miraron con cara rara y le dijeron que no. En su recorrida llegó a la calle Galicia, donde está el puente. Le hizo la misma pregunta al Panta, reconocido malandro argentino que estaba vendiendo cachivaches y alguna cosita robada. Ante la insólita pregunta, ladino y ligero como siempre, averiguó más. Y oliendo platita, le dijo que él conocía a un matarife del Barrio Borro que por las noches se iluminaba con un cuchillo de muerte habida. Auspiciándose como gratuito intermediario y adelantándole que el matarife del Borro querría un buen dinero por desprenderse de tal reliquia, le prometió que el próximo domingo se lo traería por la módica suma de diez mil pesitos.

 

Al otro domingo el viejito apareció con la plata. El Panta, con gran ceremonia, le entregó envuelta en papel de diario la supuesta reliquia. Sonriendo y bolsilleando rápidamente los dinerillos, le recalcó en tono burlón que esa noche, antes de abrir el paquete, apagara las luces, cerrara las cortinas y todo lo que tuviera abierto. Presuroso y molesto por el doble sentido del comentario, Don Benito se fue con su paquete entreverado en el bolso con las verduras.

Esa noche, en su cómoda casita y siguiendo las instrucciones del vendedor, desenvolvió el paquete que contenía tremenda puntiaguda y filosa cuchilla de carnicero. La puso sobre la antigua mesa del comedor y se sentó a esperar. Así estuvo hasta la madrugada, sentado y juntando bronca.

─El cuchillo no brilla, me estafaron─ dijo para sí mismo.

El próximo domingo iría a devolverlo y a rescatar su dinero.

 

Se levantó temprano, como siempre. Primero fue al Cementerio a ponerle flores a la tumba de su esposa, como habitualmente hacía. Se demoró más porque era día de los muertos. Ya cerca de las dos de la tarde arrancó para la feria con la defenestrada reliquia en el bolso verde. Buscaría al Panta y le reclamaría la plata. Fiel a su costumbre, de pasada, compró dos lechugas grandes y dos kilos de tomates a punto (a veces los hábitos dominan las circunstancias).

Hacía frío. La calle a la altura del puente estaba casi desierta. Solo dos pichis tenían sus requeches desparramados. Se divisaba grande y tocado por el vino al Panta, con un gran sobretodo negro abierto por falta de botones y alardeando con una camiseta de River de Argentina. En la mano izquierda la botella de vino. Con el índice de la derecha señalaba y puteaba a los vendedores que por grandote y traicionero preferían ignorarlo.

Don Benito jubilado, siempre metódico y formal, chiquito pero cojudo, se le paró delante, sacó el cuchillo del bolso y apuntando al corazón, le dijo:

─Me estafaste. Devolveme la plata.

La carcajada del Panta resonó hasta los últimos confines de la feria. 

─Viejo choto, ese cuchillo lo robé de una Carnicería.

─Pero mi abuelo─ balbuceó Don Benito. 

En medio de otra carcajada se le escuchó decir al Panta:

─Tu abuelito era un mentiroso de mierda.

El puntazo, tremendo, certero y fugaz, entró por el pecho y salió por la espalda. El Panta abrió los ojos bien grandes para ver a la muerte que se le venía acercando. Quiso decir algo. En vez de palabras, de su boca salió una catarata de sangre con olor a vino tinto que tiñó de rojo el blanco de la camiseta de River, convirtiéndolo post-mórtem en hincha de Independiente. Presintiendo y temiendo un segundo puntazo, cerró el sobretodo sin botones. Y abrazándose a sí mismo caminó tres pasos rumbo al Parque de los Quietos. Cayó de costado abajo del puente.

Don Benito rápidamente escondió el arma entre las lechugas. Pasó por delante de los últimos vendedores, inmóviles testigos del hecho que guardaban sus cosas apresuradamente. Mientras tanto, uno decía:

─Que se joda.

Y el otro contestaba:

─Sí, que se joda por sorete.

 

Esa noche del Día de los Muertos repitió el ritual del domingo anterior. Corrió las cortinas, apagó las luces, trajo el bolso de la cocina y de abajo de las lechugas sacó el cuchillo ensangrentado. Lo puso sobre la antigua mesa de comedor y se sentó a esperar.

Al rato, una diáfana luz inundó la pieza. Lacónicamente dijo:

─El abuelito no mentía, carajo─ y se fue para la cocina a lavar las lechugas y los tomates.

A veces los hábitos dominan a las circunstancias.

  Carlos Stratta   (el verdulero)

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