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El aleteo

Es viernes por la noche y estoy cenando una sopa. Doy los primeros sorbos. Está caliente, pero confirmo que fue un acierto haber rostizado los tomates, licuarlos yo misma y haber sembrado albahaca en el balcón, como hacía años no hacía. Moría de hambre. Quizás le falta sal. Le hubiera puesto picante, pero la gastritis. Contesto unos mensajes en el teléfono mientras engullo. ¡Qué buena me quedó! ¡Alerta! Escucho el sonido a mi derecha. No puede ser. Alerta. Vuelvo la mirada automáticamente en dirección al sonido y no la ubico. Lo escuché, es el mismo sonido; es inconfundible, pero no la veo. Me levanto. No, no me levanto, salto, dejo la comida en la mesa, han pasado sólo 4 segundos. Corro en dirección contraria al sonido, me detengo, observo desde esa distancia, agudizo el oído y la vista. No la veo. Sigue adentro, estoy segura. Ya he podido percibir la espina dorsal. Ya empezó todo: ya siento las cosquillas bajando la columna, pasa siempre que aparecen, unas cosquillas raras, dolorosas, casi un calambre. La busco. Sale de súbito de entre medio de una de mis plantas. Camina un poco sobre las hojas, pero decide volar, siempre hacia mí. Grito, corro al cuarto, cierro la puerta. Ya estoy hiperventilando, ya me duele el estómago, ya apreté los puños, ya sudan las manos. Se me han marcado las uñas en las palmas. Ya estoy irracional. He cerrado con llave, como si ella pudiera abrir la puerta. Arranco la sábana de la cama, la enrollo a toda velocidad y la pongo por debajo, para que no entre, para que no logre pasar por ese espacio que queda entre el piso y la puerta. El calambre de la espalda ya evolucionó, ahora es sensibilidad en la piel, en toda la piel, como si la ropa al rozar doliera. Duele al tiempo que hace cosquillas. Es una de las sensaciones más horribles que mi cuerpo me hace sentir. Cosquillas que duelen. Escalofríos. Hiperventilo. Cierro la ventana para que no entre otra. Me siento en el piso, apoyada en la pared. Estoy a salvo. Lloro.

Me inclino lento hacia la puerta, trato de agudizar el oído y escuchar si sigue afuera. Creo que la oigo, creo que voló, creo que dejó de volar. Seguro se come mi comida. Rosticé tomates, sembré albahaca y serví la mesa para que una puta cucaracha, maldita desgraciada, asquerosa de mierda, se coma mi comida y me ponga a parir. 

Estoy sola. Lloro.

Grito:

—¡Te odio, maldita, te odio!

 

La espalda, la piel eriza, el mareo y el dolor en el pecho. 

¿Y si hay otra en el cuarto?

¿Y si salgo y la mato? 

Con los años he ideado una forma de matarlas. He tenido que hacerlo por supervivencia. No siempre hay alguien cerca que pueda aplastarlas. Lo que me provocan me paraliza, no soy capaz ni siquiera de escuchar el sonido tronador de su asqueroso cuerpo siendo aplastado por una chancleta. Y soy incapaz de aplastarlas yo misma. Cuando alguien lo hace tengo que taparme los oídos, apretar las manos y los ojos para no enterarme.

¿Y si la mato? Tengo que poder matarla.  

Tendría que salir. Cuento los pasos en mi cabeza. Sé donde está el veneno. Puedo ubicarla de lejos, rociar veneno a lo loco, pero atinándole un poco y volver corriendo a la guarida mientras la puta se revuelca envenenada.

Imagino la hazaña pero hoy no soy capaz.

He vuelto a llorar. 

La imagino a sus anchas, abriendo sus asquerosas alas, haciendo ese ruido del infierno, imagino sus patas con pelos y esas dos antenas, sus manchas negras que parecen los mismísimos ojos del demonio. Me cuesta releer esto. Es que no soy capaz ni de verlas. Ayer por la tarde un amigo mandó por Whatsapp un emoticón de cucaracha y tuve que borrarlo. Con una mano tapé el dibujo y con la otra borré el mensaje. Y es que no puedo ni verlas. Era un dibujo, no puedo verlas ni en dibujo. La otra vez, una publicidad de control de plagas en Facebook reproducía automáticamente un video donde bailaban quizá cinco o seis cucarachas en un primer plano espantoso. Tiré el teléfono. Como si fueran a salirse de la pantalla.

Hace unos días, en un comedor, yo apoyé la cabeza en la pared y la amiga que estaba frente a mí dijo, apuntando con su dedo: 

—Cuidado con la cucaracha. 

No recuerdo nada, sólo sé que grité y cuando desperté del espanto ya estaba encima de la amiga, que comía a la par mía. Fue un salto de terror. Todavía ella me cargaba sorprendida cuando al fin pude ver la cuca. Ni siquiera era tan grande. 

Tengo miedo de que un día yo vaya manejando y salga una del carro. Tengo miedo porque estoy segura de que voy a lanzarme a la calle sin pensar.

Maldita sea, es como si con ellas viniera la muerte, o el diablo, o  una de las mujeres descarnadas que salen en las más horrendas películas de miedo. Me vuelvo irracional. Y volverme irracional es de las cosas que más detesto en la vida. Juro que si existiera un doctor, un terapeuta, un brujo que pudiera borrarme esto, le pago, lo que sea se lo pago. Una hipnosis, un culto, un hechizo que me borre la memoria, que desprograme esa parte del cerebro.

Y es que no no soy así. Yo tengo la ventaja de que reacciono con calma y racionalidad a toda crisis. Pienso. Siempre pienso. Agradezco la racionalidad. La necesito. Saberme en control de mí misma y en control de la situación es de mis sensaciones más reconfortantes. Odio la gente que grita cuando hay temblores. Odio la gente que llora cuando no sabe qué hacer. ¡Yo no!  Pero esta es la única situación que me acerca tanto a la muerte y de esta forma tan miserable.

Recuerdo escenas y me veo a mí misma y repito: yo no soy esa. Pero es muy distorsionado todo, este ha sido toda mi vida uno de los peores y más grandes miedos. 

Ah, me duele la cabeza. 

Recuerdo, por ejemplo, a una que salió del tragante mientras yo me bañaba y me caminó en el pie; recuerdo sus patas pinchándome. Recuerdo otra que voló a la cara de mi papá y se detuvo en el vidrio de sus anteojos, era enorme. Recuerdo a la que estaba en mi cama, caminando en mis cobijas mientras yo dormía de madrugada. Fue su sonido lo que me despertó. Ese maldito sonido que anuncia que hay una cerca. Recuerdo el horrible relato de una amiga que vive en la playa. Contó de una vez que colapsaron todos los tragantes y tuberías y salieron cucarachas por todos lados, y eran cientos, trepando las paredes, corriendo por los pisos, volando. Imagino ese olor.

Me da escalofríos.

Sé que si alguien quisiera hacerme daño real, mucho daño, le bastaría con encerrarme en una habitación con, al menos, una cucaracha voladora. Me torturaría. Lo juro. Estoy segura. Sé que moriría de un infarto. 

Me duele el lado izquierdo del pecho de sólo imaginarlo. 

Esta noche no sé qué voy a hacer. 

Es viernes por la noche y ya no tengo treinta y nueve años, tengo nueve otra vez. Son las siete de la mañana en la cancha techada de la escuela. Estamos en formación general. Anoche mi papá planchó la camisa celeste y la falda paletoneada. Hoy mi mami se quedó contenta de haber logrado, al fin, que yo me comiera la avena. No llegamos tan tarde esta mañana. Logré formarme a la mitad de la fila, atrás está Kenya, mi mejor amiga. 

—Ale, tenés una cuca encima— me dice Kenya en voz baja. 

—¿Dónde?— pregunto sin girar la cabeza.

—En la camisa.

—Quitámela.

—No puedo, me da asco. 

—Quitámela, por favor

—Se te metió adentro de la camisa. 

Siento cada una de sus patas corriendo en la piel de mi espalda, caminado todo el camino hacia abajo de mi espina dorsal. Intento sacudirla, no puedo; agito los brazos hacia mi espalda al tiempo que mi cuerpo entero se sacude en contracciones eléctricas, buscando supervivencia.

—¡Quitámela, por favor, quitámela!— grito desesperada.

Un ruido sordo en toda la cabeza.

—¡Te lo suplico, quitámela!

Grito. Me retuerzo. Lloro. Me detengo y la veo. Está en el piso, muerta, deshecha; la asquerosa pasta blanca que rellenaba su cuerpo está afuera. Sus alas y sus patas, quebradas. Fui yo quien la destruyó y unté su mierda en mi espalda. 

Había cerca de trescientos alumnos alrededor, preguntando qué pasaba, pero yo no los vi. Nada existía ya. Ni hubo vergüenza. No supe cuándo la directora de la escuela dejó de hablar en el micrófono. Ni me acuerdo qué hizo Kenya. Fue un estado de pánico absoluto dirigido a cada esquina de mi cuerpo. 

Quería vomitar. 

Ya no estoy ahí, en la escuela. Es viernes por la noche y estoy encerrada con llave en mi cuarto. Hay una cucaracha voladora afuera, en la sala, tomándose mi sopa. Y yo estoy llorando acurrucada en el piso. No puedo salir. No voy a poder dormir. Tengo nueve años y un agudo ataque de pánico.

Alejandra Nolasco

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