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Torciendo el destino

Primera quincena de diciembre, arranque de temporada. Mañana de temporal, frío, feo, enrarecido, condiciones ideales para disfrutar de una jornada de trabajo tranquila en la playa. Un día que entre colegas le decimos “para nosotros”, es decir, día para descansar y disfrutar, porque difícilmente baje alguien a bañarse, tomar sol o algún mate.

El oso ya había marcado las zonas peligrosa, Luis ponía la bandera roja y yo terminaba de acomodar la casilla para arrancar una jornada que pintaba mansa como agua de pozo.

Gurises, si no les jode voy a meterle a la producción, decía el oso, que ya empuñaba una tijera y diez rollos de hilo de colores para hacer macramé. Era interesante ver cómo trabajaba. Se ataba un montón de hilos en la pierna y cuando querías ver ya tenía 10 pulseras, 15 tobilleras y algunos collares que después vendía en la feria de artesanos de la noche.

Luis ya estaba armando todo su set de tortura matinal para entrenar fuerte. Me cansaba solo de mirarlo, pero el tipo tenia una constancia y dedicación envidiable.

Yo terminaba de preparar el mate y me acomodaba para retomar un crucigrama que me tenía envenenado.

Todo pintaba de novela. El cielo empecinado en no abrir, el viento constante, el mar enfurecido y una temperatura que parecía haberse olvidado del verano.

El mate circulaba. Cada uno en lo suyo, disfrutando como se debe desde arriba de la casilla. Definitivamente todo estaba para nosotros, pero por algo la felicidad es un estado intermitente. Cuando acariciábamos la quinta vuelta de mate, escuchamos murmullos, los tres nos detuvimos y nos miramos al unísono. Los murmullos se transformaron en gritos, y los gritos en hordas de niños desbocados bajando desaforados a la playa. Al mirar más arriba vemos tres ómnibus estacionados y un puñado de adultos bajando con las odiadas heladeritas, indicando claramente que venían a pasar el día.

Dejen que yo voy, dice Luis, que ya estaba afuera de la casilla.

Es importante en este trabajo agarrar la jauría a tiempo, antes de que se desmadre y termine todo mal. Estaba claro que les iba a indicar que hoy no se podía entrar al agua, las condiciones del tiempo y bla, bla, bla.

Ya está gurises, todo aclarado, dice Luis y sigue con su sacrificio matinal.

El Oso y yo cortamos nuestros quehaceres y quedamos mateando mano a mano, junando la jugada de reojo para ver cómo se organizaban. Inmediatamente la cuestión se acomodó y nos quedamos tranqui, nuevamente cada uno en sus cosas, conectados por el amargo que seguía religiosamente la vuelta.

Creo que fue en el décimo mate, si no me equivoco, que escuchamos la voz de alguien que nos llamaba insistentemente desde abajo.

¡Señor!, ¡señor!

Salgo al cruce para que el Oso no detuviera la faena y Luis no cortara el entrenamiento, yo solo tenía que cerrar la revista. Abro la puerta de la casilla y asomo la cabeza. Vuelvo a escuchar el llamado, señor, pero no veo a nadie. Me esfuerzo un poco más, saliendo completamente. Recién ahí veo a un niño de ocho años aproximadamente, rollizo, con un short verde y una sonrisa compradora como pocas, mirando para arriba al costado de la casilla.

─¿Qué pasó amigo?─ le digo.

─Quiero pedirles una cosa─ dice el niño, sosteniendo la sonrisa inmaculada

─En mi pueblo primero se saluda─ siempre digo la misma pavada pero sigue funcionando.

─Hola, buen día.

─Buen día ¿Cómo se llama amigo?

─Brian.

─Un gusto Brian, ¿en que lo podemos ayudar?─ le digo haciéndome el serio y tirándole una guiñada cómplice.

─Yo les quería pedir si podían sacar esa bandera.

─¿Cuál?

─Esa, la roja.

─¿Por qué querés que la saquemos?

─Porque si ustedes sacan esa bandera nosotros nos podemos bañar

─Aunque saquemos la bandera el mar va a seguir peligroso.

─Sí, pero nos van a dejar entrar.

El tipo tenía claro el funcionamiento, el problema no eran las condiciones del mar sino la bandera roja.

─Entonces amigo vino al lugar correcto─ le digo muy serio.

─¿La van a sacar?─ preguntó dibujando una sonrisa gigante.

─No, pero van a poder darse un buen baño vos y tus amigos─ le tiro otra guiñada y me río.

Sin emitir palabra, el Oso peló remera, Luis dejó la tortura y yo tapé el termo. No era necesario aclarar nada, los tres nos fuimos derecho al agua a custodiar el baño de la gurisada. La felicidad, ese estado intermitente, volvía, pero compartida por todos los que ese día estábamos en la playa. Una tarde en que un tal Brian reclamó, en su justo derecho, teniendo claro que el problema no era el mar o el clima, sino nosotros, que poníamos la bandera de la prohibición.

El tipo, en lugar de rezar, pedir o desear que las condiciones mejoren, optó por tomar riendas en el asunto e incidir en el lugar que podía hacerlo, transformando un destino que a primera vista estaba sellado.

Al regreso de la remojada, retomando la vuelta de mate, solo podía pensar en la cantidad de Brian que deben andar por ahí, torciendo el destino con inteligencia, sin sentarse a esperar el milagro. 

Gerardo Martínez

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