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El surco de los caracoles

─No llores Ema. Decime ¿el saltamontes le dará razones a la hembra de porqué no quiere seguir con ella? El final hubiese sido el mismo con o sin explicación, él no quiere seguir contigo y punto.

Eso le decía una mujer muy blanca, de pelo rojo a otra, sentadas a la mesa de un restaurante en la rambla. La otra era flaca, rubia, cargada de hombros y lloraba. 

Secándose las lágrimas con una servilleta le contestó:

─A mí me tranquiliza entender. Debe tener una buena razón para irse, pero se fue sin explicar nada.

─Ema, el sexo es pura química, no tiene que ver con la razón.

─Yo no hablo de sexo solamente, hablo de amor– dijo enjugando en un suspiro las últimas lágrimas.

─Y qué es el amor –dijo con una sonrisa irónica la de pelo rojo─ que alguien me lo diga. Es química que provoca el deseo y lo demás… son versos mentales.

Yo, que estaba sentada a la mesa de al lado, me molesté por verme atrapada en el diálogo de esas mujeres. Vine a ver la puesta de sol, ese momento siempre mágico aunque se repita día a día.

Fijé la vista en el justo momento en que el último coquito de sol se metía en el mar. Dejé de escucharlas y floté en recuerdos. 

A él le gustaba ir al parque de la casa del molino. Los domingos de sol sentados en el césped fluían los temas. Era esa etapa de la vida en que, se filosoféa sobre la forma de la nube que pasa sobre la copa de los árboles o, el caminito de hormigas que cargan trozos de hoja diez veces más pesadas que  su cuerpo. Por momentos yo me esfumaba en el reflejo de la nube en el charquito dejado por la lluvia del día anterior. A él no le gustaba cambiar la rutina, no quería proyectar otras cosas.

Así fue que, en el último encuentro, sentados como siempre en el césped, luego de una charla descolorida sobre el verde de la hierba o el azul de las ventanas de la casa, me distraje. Miré el reptar húmedo de los cientos de caracoles que andaban por las carnosas hojas de los aloes. Y me fui en ese movimiento lento pero implacable que dejaba surcos mojados sobre lo verde. Ocurrió que, sin dejar de mirar los caracoles, como hipnotizada fui desnudando mi torso. Los caracoles se arrastraban babosos y yo iba poniendo una prenda sobre otra junto a mí. Primero el buzo de lana violeta, encima la camiseta azul y por último el sostén negro. Tendida boca abajo repté sobre la hierba. Sentí el fresco pasto en mi pecho.

Él se horrorizó. Miró a uno y otro lado para corroborar que nadie miraba. Con una mueca, mezcla de extrañeza y desagrado, se acomodó la campera cubriendo la cabeza con la capucha y se fue. 

Sentada en el pasto, acongojada, fui abrigando mi torso con cada prenda. Y lloré de incomprensión. Lloré y lloré hasta el vacío del alma. Entonces, la imagen de mi madre diciendo “no te desvíes del camino, otra vez llegaste tarde a la escuela. Ya te dije que sólo hay una manera de hacer las cosas bien”. Yo me distraía con un gato gris que estaba en el zaguán de una casa o con algún cascarudo que caminaba por un muro. De la escuela le avisaban que siempre llegaba luego del timbre de entrada.

No quedaban reflejos del atardecer. Las mujeres de la mesa de al lado seguían conversando sin estridencias ni llantos. 

Pagué al mozo y me fui pisando mi sombra cuando un farol quedaba detrás, viendo cómo la sombra se iba hasta que el siguiente farol pasaba y volvía a pisar mi sombra. Así distraída me fui diciendo como un jingle pegadizo: es sólo química, es sólo química, es solo química.

Graciela Gnazzo

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