top of page

Ningún boludo

La última vez que los vi me estaban por cagar a trompadas.

Como saben no hay nada parecido a criarse en un barrio. Vivir en un barrio es la gran expectativa de cualquier persona sensata. En un barrio, a diferencia de un edificio de departamentos. Por más que sea un barrio edificado por el gobierno de Suecia o por la cooperativa más justa del mundo, con planificación perfecta y que haya logrado casas igualitas sin robar un peso, al año y medio alguien rompe una pared, deja una cabra en la terraza, o una lancha estacionada, alguien planta un árbol tailandés que crece super rápido, rompe la vereda de los vecinos vecinos y estrangula la cañería de otro, o alguien se queda sin trabajo y decide poner un kiosquito que vende boludeces de día y cerveza de noche. Ahí nomás la geografía de lo igual se desgobierna y nace lo que Dante considera como el primer infierno. Cuando nos mudamos faltaban cinco minutos para todo. Mis viejos estaban felices, me abrieron la puerta y me dijeron que salga a conocer. En los años sesenta, en Banfield se cogía bastante o existía mucha puntería porque había pibes por todos lados. Hay que entrar a internet y confirmarlo pero estoy dispuesto a apostar. Los años sesenta fueron los años donde la población creció más en toda la Argentina, y curiosamente fue la época en que se crearon más barrios. Esto podría crear una teoría conspirativa acerca de la incomodidad de garchar en departamento, pero no voy a entrar en el juego. En mi barrio había casi quince o veinte pibes por cuadra. Y todos tenían entre 5 y 18 años. En aquellos tiempos solo no había pibes a las doce, a las cinco de la tarde o las ocho de la noche. En otro horario vos podías ver lo que yo vi la primer tarde en que nos mudamos. Abrí la puerta y fui caminando lento hasta la vereda, ahí escuché los gritos. Me acuclillé y me apoyé contra la paredcita. Eran los siete, cuatro estaban subidos a un techo y los otros tres trataban de subir a la fuerza a un pibito de mi edad. El pibito pataleaba a lo loco y gritaba. Uno le trataba de tapar la boca. No sin esfuerzo los tres lo lograron. Arriba, cada uno lo agarró de una extremidad y lo comenzaron a hamacar al borde del techo como si fueran a soltarlo. El pibe berreaba como un cerdo. No sé si es válida esta expresión porque tal vez solo berrea un becerro. El caso es que el pibito gritaba, no como un humano, sino como un animal a punto de morir. Los de arriba estaban totalmente excitados de alegría. Debían tener no más que doce años. Hoy lo puedo confirmar. La cosa es que la primera vez que los vi gritar pensé que iban a tirarlo. Cerré los ojos. Al llegar a tres todos se rieron; uno alto, que estaba abajo, dijo que lo tiren, que lo iban a agarrar. Si eso sucedía el pibito iba a volar fácil 5 metros. Cuando empezaron a contar de nuevo, me metí atrás de la paredcita y seguí espiando. Jamás miraron para mi lado. La cosa es que volvieron a contar. Vi todo hasta que los de arriba se volvieron locos, y uno le pegó un cachetazo. Te measte, boludo. No te íbamos a tirar. Ahora sí, por pelotudo, te vamos a tirar de verdad. Me puse las manos dentro de la boca y se me escapó un poco de pichín. Se me cortó al ratito. Dejé de mearme encima en el momento que vi cómo el pibito volaba. La postal que hasta ahora tengo en mi recuerdo representa mi barrio. Y es esta: Los cuatro arriba de la terraza con el cuerpo inclinado hacia la calle, las manos abiertas de los que se les escapa algo, los brazos extendidos y paralelos al suelo. El pibito  rodeado de cielo, con el culo para abajo, cayendo, y los que están abajo con la cabeza muy erguida viendo que se les pasa y va a caer mucho más lejos.

Siempre que evoco este momento me veo retroceder gateando hacia la puerta de mi casa. Unas horas más tarde mi mamá me pregunta qué hago debajo de la mesa de la cocina.

Después los vi separados, iban a la feria con sus madres,  andaban en bicicleta, remontaban barriletes, mataban pajaritos con una honda. Vi a tres meter un gato en una bolsa de arpillera y cagarlo a palos. Trataba de que de ninguna manera me vean, cada vez que el azar me ponía delante de ellos trataba de ser invisible. Una vez no pude. Doblé la esquina hacia mi casa y estaban los siete sentados. Todos en short. Al verme venir, uno se me acercó como para ponerme la mano en el hombro pero me dio un golpe en la espalda que me dejó sin aire y me tiró hacía adelante, perdiendo el equilibrio. Me había explotado una bombucha de agua en la espalda. Todos se rieron, felices. Sentí el ardor en el centro de mi espalda y seguí caminando sin decir nada. Al llegar a mi casa me sequé unas lágrimas que nadie pudo ver jamás. Ahora mismo, cincuenta años después, está entrando uno a la fiesta de fin de año del único club que aún hay todavía dentro del barrio. Voy a actuar. Se me acerca mientras me empiezo a morir de miedo. Qué hacés, Sergito, me dice. Lo saludo pensando que dentro de un minuto van a llegar los otros y me van a subir al techo y me van a revolear. Y es así. Giro la cabeza y todos los otros, un poco pelados, más gordos, más viejos, vienen en mi dirección. Cuando llegan hasta mí me saludan con admiración. Vinimos a verte, genio. Nosotros siempre nos acordamos el día que, en la escuela, tocaste un tema con el acordeón. Éste, solo parece boludo, dijimos.

Sergio Mercurio

bottom of page