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INMORTALIZADOS EN EL PALIER

Lo cierto es que esa tarde no pasó nada, solo quedamos el Pino y yo con la brisa fresca en la cara, el olor a pasto recién cortado, atrincherados en el palier, masticando sueños y disfrutando de un apacible silencio a dos voces.

Tridente habitual por aquellos días en el barrio, de uso y abuso del palier, el Toby ya con la mirada afilada hacia el Campo Español y todo su complejo de viviendas donde seguro se iría en breve a forjar aventuras. Nunca sabíamos cuándo volvía, podía ser en un rato o podían pasar varios días, pero siempre volvía.

En cambio, nosotros esperábamos los sucesos, esperábamos que pasaran las cosas en ese pequeño espacio a la entrada del edificio, refugio infalible donde tuvimos incansables batallas de domingos grises jugando al fútbol de tapitas, donde dimos los primeros pasos en el amor, donde hicimos promesas eternas y lazos de amistad irrompibles, donde nos comimos los rezongos de algún vecino (con razón) por no dejar dormir la siesta.

Lugar de proyección de sueños, organización de viajes, break dance, cantarolas, borracheras, partidas de truco con piñata incluida y tertulias trasnochadas.

Hoy era uno de esos días tranquilos, en que la barra no estaba —vaya a saber uno por qué, pero a veces sucedía—, y los que quedamos nos dedicamos a surfear el tiempo entre pequeños chistes, miradas cómplices y risas infantiles. Lo cierto es que no pasaba nada de nada, pero igual éramos felices, ahí sentados, bajo el resguardo del palier.

Seguro que alguien llegaría en cualquier momento con alguna historia, anécdota, chisme, problema, y ya podía suceder cualquier cosa, siempre había que estar dispuesto a lo que fuera.

Desde ese palier vi caer un eucalipto de 100 años, me rompí la cabeza cuatro veces, vi a un vecino atravesar un ventanal empujado por otro, fumé porro, comí tortas fritas, jugué a la tapadita y robé un beso de la vecina que me gustaba. Igual no me saco cartel porque siempre fui muy cagón para las cuestiones del amor.

Pero esa tarde no sé por qué no pasaba nada, todo era silencio, todo estaba tranquilo, todo transcurría sin pena ni gloria, pero igual éramos felices.

El que siempre estaba dispuesto a torcer su destino era el Toby, el único perro que tuve, y nunca más quise tener otro. Siempre decíamos en casa que cuando muriera le íbamos a cortar una oreja para clonarlo porque era un cra. Muy hincha huevos, pero un cra, un tipo inigualable. Tengo claro que todo ser en esta tierra cree que tuvo o tiene la mejor mascota del mundo, pero a veces me gusta olvidarme por un rato y pensar que la mía de verdad lo fue.

A lo que iba es a que el Toby en su vida metió infinidad de anécdotas que lograron trascendencia y galardones, cuentos interminables en asados, risas y sobre todo admiración por ese pequeño ser de cuatro patas, que se aventuró en forma quijotesca a todo lo que encontró en su camino. Coqueteó con la muerte varias veces, un cáncer de pito, un fierrazo en la cabeza, un choque espectacular que solo le causó quince días de diarrea y un accidente que lo llevó a perder la memoria, cambiar su identidad y vivir en la Facultad de Arquitectura por un par de años, una especie de telenovela de la tarde en modo perro. También, a diferencia de su amo (yo), se revolvía bastante bien en el amor y por un tiempo tuvo una suerte de relación estable con la Osa, perra de unos vecinos cruzando la calle, frente a las viviendas. Siempre venían a reclamarnos que su perra había tenido crías del Toby, que nos hiciéramos cargo, en una especie de paternidad por transitiva. A lo cual nos negamos rotundamente todas las veces, argumentando que no había pruebas fehacientes de que esos cachorros fueran del Toby.

En cualquier momento aparecería alguien, el Pata para una doma de básquetbol, el Moquillo para agarrarlo de pinta, el Pichela con algún artilugio robado, el loco Julio pa’ cagarnos de risa, el Berruga con algo para comer, Alvarito con sus historias asombrosas, Carola con sus senos desorbitantes para babear un rato, o cualquier personaje de aquellos tiempos sin tiempo.

Pero lo cierto es que esa tarde no pasó nada.

Gerardo Martínez

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