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POEMA
GASTROANÍMICO

Era como un guiso de lentejas, y la luna le caía como mendrugo,

por la ventana aparecía su mano y su cuchara,

el suceso se revuelve a contra horario  y le cae sal al recuerdo,

Peludos los sentidos que fermentan tras la fecha de la tapa.

 

La medida del fuego tuesta las caras en derredor de la olla,

predio ternizado por la esperanza que salta a sus encías rojas,

es así como pasó la historia del mundo al hocico del diablo.

Revuelvo la agonía del cazuelazo en la osamenta nerviosa del matadero,

caen con la luna las pupilas y caen los y las socias del ocaso a sentarse a la mesa.

 

El dios del vino y su visión  afinan la vigilia, donde la botella observa sombría.

Predigo la resaca del tinto, y las pupilas del desmembramiento cantan fermentadas,

a las plaquetas de la morcilla.

Cada vegetal aturdido se ablanda por el filo que enhebra el chiflido azul de la hornalla.

 

El remolino en hervor de la multitud que nos rodea como  arroz y la circunferencia del los cuerpos.

Predigo nuevamente lo desdicho, y acomodo los gases de la próxima digestión con un corcho en el hoyo, que dispararé hasta la esfera más lejana del cosmos.

Para la llamarada del destino, bajo el brillo de un cucharazo elemental,

vendrá desdentado el recuerdo de la primera papa, y la última sopa.

 

La música que asciende entre las costillas del horno,

y la médula del modelo moldeado a uso y semejanza de lo ingerido;

papa sobrecocida, deshecha en su aura extra corporal, granos atómicos que escapan del tenedor.

Canta el guiso con soledad brindando con el dios del ‘vino y se fue’.

 

Los cabros de la mesa gritan sin brazos y sin piernas, crudos bramidos de tórridos niños envueltos.

Me aderezo al coro roto de las fibras musculares deshechas,

escarbadientes como zancos en la obstrucción  de la aorta de nuestra historia universal.

Pierdo los ojos en la sopa que gira, y cruje la musculatura seca en la bandeja sucia de mi horno dorsal.

A destiempo se parte y rejunta la costra marrón del tiempo vivido, transcurrido, espolvoreado como hollín su jugo vital.

 

Fideo recocido del atardecer, con sabor a hueso y pienso, pienso;

Enfrascado al vacío cocino las bacterias que nos persiguen y observan,

desprovistas de oxígeno, desprevenidas del calor que impera,

diluyen sus cuerpos microscópicos e invisibles al par de ojos que flotan en la sopa.

Guiña despacio  la cuchara su reflejo, la que hiere de lejos con sus dardos picantes,

apalea viscosa el menjunje de las sentidas compañías consumidas por la muerte.

 

Lápidas los dientes, terrones las muelas, palazos las cucharas;

y el silencio del salto al cajón, para saltear las sobras satisfechas,

imperceptible en la última escena, el dios divirtiendo al zapallo y su hilachenta conciencia,

‘mijo, odio todo sueño, atravieso la realidad con una taza de marrón que os queme el alma’.

 

Desaire y pronóstico; la cabeza oculta un grueso caldo que se endurece con el frío de la bacha.

El brillo refleja la mortaja insulsa de una receta falta de ingredientes.

Es en la tapa de la olla que hay que hacer equilibrio mientras baila con las burbujas,

y callar con carne y vidrio molido al perro del alba, hambriento, rabioso y flaco.

 

Abajo el puerto y atrás la razón y el porqué del caldo humano.

Deshilo el chinchulín de las décadas y la asadera que galopa con la grasa,

flota como suspendida por un tufo visible a las brasas.

La grasa aviva el fuego y salivan las ánimas encurtidas dentro de sus frascos.

 

El duelo de flatulencias llena de arcadas la magna arquitectura ósea,

y la penumbra ahúma y reseca al cardumen genético en la totalidad del trayecto temporal.

Caduca la flama y no alcanzó a hervir la tormenta de razones y respuestas.

Canturrean en las azoteas los kilos que caen descompuestos por el vino y la soledad.

 

Después un tecito, epitafio y medidas, para envolver ese poché coronario.

Tirale unas hojas de laurel mientras está caliente y festeja.

Una vez retirado del fuego, una pizca de malvas y gusanos,

y deje reposar.

Joao Goncalves

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