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Incorruptible

Desde que empecé a escribir pequeños relatos de magra calidad artística y dudosa profundidad intelectual, noté que pasaba algo extraño. Al principio me pareció casualidad. Pero al ver que se repetía en el transcurrir de mis escrituras, comenzó a llamarme la atención y empecé a observar esta rareza que solía suceder.

La cuestión es que al terminar un texto, algo de lo expuesto sucedía, mejor dicho, pasaba exactamente lo que estaba escrito. No es que se materializara toda una historia o acontecieran hechos trascendentales, pero sí pequeñas situaciones, diálogos, encuentros, gestos. Por poner algún ejemplo, el almacenero me dio mal el cambio, cosa que nunca había pasado en diez años, el cuidacoches me pidió que le guardara sus cosas en mi casa y nunca me lo había pedido. Pero todo estaba en el papel, en mi historia, ficcionada o no. Seguro se está preguntando la obviedad de sí probé escribir hechos o sucesos que me dieran algún rédito personal, como sacar un pleno en el casino, ganar un premio, que mi equipo salga campeón, un ascenso en el trabajo o cosas por el estilo. Desde ya aclaro que lo intenté y no sucedió. De alguna forma este superpoder ─por llamarlo de alguna manera─ tiene ciertas reglas de funcionamiento que no permiten su manifestación sobre textos creados de forma exprofesa para obtener un rédito posterior (como si el fenómeno tuviera una especie de moral que no ampara la corrupción).

Pero lo cierto es que el último hecho de esta rareza me dejó un poco consternado. Estaba escribiendo un relato sobre un amigo de la infancia que no veía desde los quince años, mientras esperaba que llegara la leña para la estufa. Cuando pongo el último punto para cerrar el texto golpean la puerta de mi casa, apago la computadora, agarro la plata y salgo para que me dejen la tonelada de leña en el pasillo. 

Esta cuestión de los tapabocas complica de manera superlativa el reconocimiento facial, cosa que me gusta mucho para ocasiones en las que no quiero ser visto, pero cuando intento reconocer un rostro me pone de mal humor y siempre quedo en la duda de preguntar, porque me da la sensación de quedar como un imbécil.

La cosa es que al abrir la puerta veo al tipo de la leña y le encuentro algo en los ojos, algo que brillaba distinto, algo  que me trasladaba a otro tiempo, una sensación difícil de explicar. Yo sentía que lo conocía. Por supuesto el tipo saludó correctamente y comenzó a entrar los tachos de leña con el apuro habitual por tener que llegar a otros lugares. Pero en determinado momento su compañero lo llama por el nombre: “che Alvarito, faltan solo dos tachos y nos vamos”. Ahí me cayó la ficha de que era mi amigo y vecino, del cual terminaba de escribir segundos antes.

No puedo explicar qué pasó, pero no me animé a preguntarle. Temí que me reconociera, como si yo lo hubiera traído con la escritura, materializado, una aparición, un fantasma, sentí incluso algo de miedo. 

Lo primero que pensé fue que la anomalía que sucedía con mi escritura pasaba a otro nivel: ahora no solo sucedían cosas de las que escribía, sino que aparecían las personas que se nombraban, así no las viera desde tiempos inmemoriales. 

Me preguntaba si esto aplicaría para los muertos. Me imaginaba escribiendo algo en relación a mi abuela, y que de repente me golpeara la puerta o apareciera en el sillón de casa. Mi tío, un artista, un famoso o cualquier otra persona que fuera de mi interés volver a ver o conocer. Y si esto sucedía y se hacía de público conocimiento, ya me veía escribiendo por pedido sobre muertos de otros para su reencuentro. 

Enseguida se disparó mi imaginación y me vi dando notas en programas tan chulos como masivos, fama, dinero, mi casa con piscina, mi camioneta 4x4, un perro caro, una novia de revista e infinidad de lujos innecesarios de mucha necesidad. Mi fantasía comenzaba a tomar forma con mi nuevo emprendimiento surgido de la escritura. La casa en Punta del Este, ya casi la podía tocar cuando todo se desmoronó al recordar que mi súper poder es de una moral intachable y de una incorruptibilidad pragmática. 

Pagué la leña a mi amigo de la infancia  con una generosa propina, manteniendo mi anonimato. Volví cabizbajo, agarré un par de troncos a la pasada y continué con mi vida sin pretensiones ostentosas. 

Pero qué lindo hubiera sido.

Gerardo Martínez

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