top of page
img110_edited.jpg

NO LE CREAN AL KIOSQUERO

No puedo precisar la primera vez que lo vi, pero tiene que haber sido en torno al año 1997. Yo había dejado el liceo y a instancias de mi abuelo comencé a trabajar en un kiosquito situado dentro del bar Esmo, que estaba en la esquina de Julio Herrera y Obes y San José. Por entonces aún quedaban muchos bares. Enfrente estaba el Panamerican. Una cuadra más abajo, el Cosmopolita. Éste era conocido como el Vómito. Se había ganado su apodo a raíz del rumor que decía que su menú característico, la cazuela de lentejas, tenía la particularidad de incluir entre sus ingredientes los restos que los comensales dejaban en los platos. 

Una tarde cualquiera, el viejo de barba entró con su guitarra al Esmo. No necesito recordarlo para saber que no había nadie en las mesas. Se sentó y, sin que dijera nada, el mozo le llevó un vaso largo lleno de leche hervida y espumosa. Sin pronunciar palabra, el viejo de barba, al que desde ahora llamaré el guitarrero, endulzó la leche y se la tomó. Luego de un rato de mirar quién sabe dónde, dejó un puñado de monedas sobre la mesa y se fue arrastrando los pies. La operación se repetía, como mínimo, dos veces al día, por eso decía que no necesito recordar la exacta primera vez que lo vi.

Un día se acercó al kiosco para jugar unas chirolas a la quiniela. Entonces conocí su voz, una vibración de viejas cuerdas temblorosas. Si costaba imaginar aquella desvencijada guitarra emitiendo una sucesión de acordes, ni que decir de su voz, que si alguna vez había sido capaz de cantar un tango, una canción folclórica o un vals, tenía que haber sido en tiempos inmemoriales. De hecho, según mi abuela Carmen, que por entonces tendría unos setenta años, el guitarrero había tenido su época de esplendor. Se remontaba a la era dorada del Centro, con sus largas filas afuera de los cines y los bares colmados. “Había tanta gente”, me dijo la abuela, “que cuando tocaban en el Esmo se llenaba toda la esquina. Cantaba precioso. Siempre andaba con dos o tres músicos. Iban de bar en bar, así que imaginate, hacía buena plata. Y cantaban precioso”.

A fines del 2000 el cierre del Esmo era un hecho. El kiosco se mudó a la vereda de enfrente. El guitarrero seguía viniendo a jugar sus pesitos a la quiniela. Empezó a hablarme de cosas más allá de los números. Tiene que haber llegado el 2007, porque Tabaré Vázquez ya era presidente y reactivó una obra que llevaba décadas estancada: lo que hoy conocemos como la Torre Ejecutiva. Ahí supe que solía ir a la plaza Independencia, porque todos los ómnibus que llegaban a Montevideo, cargados de turistas porteños o brasileros, tenían como primera parada ese lugar. El guitarrero los esperaba para cantarles, para que le sacaran fotos, que se sacaran fotos con él o para dejarse filmar a cambio de su correspondiente paga. Pero ya no iba a permitirse que los ómnibus estacionaran frente a la Torre Ejecutiva. Este hecho marcó el cierre del último escenario del guitarrero.

Por entonces andaba de un humor de perros. Mientras había sido una figura lejana —mítica—, yo tenía una imagen suya de hombre solitario y retraído. Pero luego supe que, además, era de lo más hosco y siempre se quejaba. ¿De qué? De que Tabaré Vázquez no lo dejaba trabajar, de que la italiana —dueña del hotel Aramaya, donde él vivía— lo esquivaba para no darle plata, de que yo escuchaba mal los números que su voz quebrada me dictaba a la grande, a los cinco o a los diez, de que la gente lo filmaba con su celular sin darle un centavo —“¡soy un artista!”, era la frase con la que coronaba esta queja— y de que algunas personas lo grababan sin su consentimiento, cuando en realidad estaban mandando mensajes de texto.

Una vez una clienta del kiosco que era empleada de poca monta en la administración pública le dijo, con mucho entusiasmo, que podía ver de comenzar a tramitarle una pensión graciable. Según ella, se la tenían que dar porque era un personaje conocido, “¡qué va, histórico del Centro!”. Siguió diciéndole esto y lo otro. Le pidió un número de teléfono. “¿Pero para qué quiere mi número?”, le gritó. Ella le respondió que para ubicarlo. “Pero si yo siempre estoy en la vuelta”. “Bueno, pero necesito su nombre, aunque sea”. “¿Mi nombre?”. “Sí, su nombre”… Y era como si no tuviera nombre, como si quisiera que nos refiriéramos a él como se nos antojara, ya fuera el guitarrero o el viejo de la guitarra. Y en un momento dado, tras un largo silencio, en algo que intuí como la asunción de la derrota irremediable, soltó: “Lago”. “Lago, entonces”, dijo la mujer. Y el guitarrero apenas asintió, tan desganado este como cada gesto que alguna vez le vi.

¿Hace falta que aclare que lo de la pensión graciable nunca resultó? De todas formas, él tenía algo que sí le daba resultado: la insistencia. Su tenacidad lo llevaba a saberse los horarios y recorridos de varias viejitas que vivían en apartamentos en la vuelta, viudas cuyas jubilaciones excedían sus necesidades mensuales. Muchas de ellas compraban en el kiosco cuando salían a dar una vuelta del brazo de sus empleadas domésticas en busca del sol de la temprana tarde. Más de una vez me contaron que lo evitaban al guitarrero (ellas le decían señor de la guitarra), o —mejor dicho— trataban de evadirlo, pero justo cuando estaban diciéndome esto aparecía él, silencioso como una sombra, a pedir —qué digo pedir, a exigir sin decir palabra— su diezmo.

¿Pero todo sería tan así? Según el día, los recuerdos pueden decir una u otra cosa. Esto también depende de quién cuente la historia. Al fin y al cabo, el guitarrero no era un acosador. No había nada más fácil que deshacerse de él. En todo caso habría que ver cuáles eran las culpas que esas viejitas pretendían expiar dándole el diezmo al hombre.

Acabo de recordar un testimonio que viene al caso: Había otra viejita que me contó que siempre le pedía que le cantara “Cambalache”. Entre sonrisas agregó que el guitarrero le cobraba, no sé, lo que serían unos cincuenta pesos de hoy. Un día le cantó dos canciones y le cobró doble, porque el caché acordado equivalía a una canción y él había interpretado dos. “¿Y usted qué hizo?”, quise saber. “Y, le di lo que me pedía, pobre hombre”.

Pobre hombre o, más bien, lo que quedaba de él. Los años no solo se habían llevado su juventud, sino también la gente de los bares, los bares, su voz, la suerte, el brillo de su guitarra, los lustradores de zapatos, los comisionistas que iban al puerto en busca de japoneses para venderles camperas de cuero, los transeúntes que ofrecían billetes de lotería o relojes Citizen hechos en Paraguay. Hace años que no se lo ve. El tiempo se lo llevó con la música a otra parte.

Pablo Pulp

bottom of page