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Dos Pablos

De haberlo querido, hubiese podido cagarme a piñas desde ese momento hasta el fin de los tiempos. ¿Por qué podía hacerlo? Porque tenía diez años y yo nueve, porque era más alto y robusto, más pendenciero, avispado y ágil; y porque sabía pelear, cosa que yo no. Pero sobre todo, porque le había dado un gran motivo para hacerlo.

Nos habíamos conocido en la escuela a comienzos de año. Una combustión espontánea de cuyo fuego nació una amistad imposible. Éramos un dueto capaz de convulsionar aquella  clase de cuarto año, quizá debido a que compartíamos inclinación por lo fantástico. Nuestras personalidades eran  opuestas. Él tenía una hermana mayor muy vivaz que lo integraba a su grupo de amigos pre púberes, gracias a lo cual se convirtió en un niño precoz, al punto que no tenía reparos en contarme cuál compañera le gustaba. Nunca había conocido a nadie con una imaginación como la suya, que fuera capaz de trasladarte de la prehistoria a la era espacial en la media hora del recreo.

Hubo un día en que fui a conocer su casa. En su cuarto me mostró una pila de revistas de historietas que era su bien más preciado. Enseguida me di cuenta de que esa inventiva sin igual provenía de aquella desordenada colección. Superman, Batman y los Outsiders, El Juez Dredd, La Patrulla Condenada, Vigilante, Arañita: todos esos nombres que hoy plagan las pantallas, en aquellos tiempos solo eran conocidos por eruditos como él. Más tarde me enseñó, por la vía del juego, que es mucho más divertido ser el malo de la historia, pues no hay que asumir ninguno de los compromisos que conlleva ser el héroe. Pero su inclinación por el lado oscuro iba más allá de los juguetes. Siempre se proponía realizar sus tres malas acciones del día. Solía írsele un buen tiempo en la escuela elucubrando y realizando aquellas travesuras que generaban entredichos, como llevar y traer recados inventados entre alumnos y maestras. También se reía de todo el mundo, cosa que le generaba rispideces a cada rato. De todas maneras no era de los que se dejaban amedrentar. El personaje de historietas que más le calzaba era, sin lugar a dudas, el Guasón.

Conocía las canciones que estaban de moda antes que cualquiera. Era popular, a pesar de ser anti-fútbol. Y eso que estábamos en pleno furor por Italia 90. Todos hablábamos del gol agónico de Fonseca que nos había depositado en octavos de final. Pero esas no eran cosas que pudiera compartir con él, que paralelamente me iniciaba en la Street Fighter II en un salón de maquinitas del barrio.

A mitad de año ganó una rifa en la escuela. El premio era una tortita, un alfajor de maicena, dos bombones y un bocadito cubierto de chocolate que parecía estar relleno de dulce de leche. Hoy en día cualquier niño se atiborra de golosinas, pero hace treinta años aquello era un tesoro. Estábamos en otra clase porque nuestra maestra había faltado. Guardó el premio en la mochila, quedándose únicamente con el bocado en sus manos. Otros dos compañeros lo rodeaban. Los tres empezamos a mirarlo con un deseo atroz. Intentábamos convencerlo de que nos convidara. El dulce era tan chiquito que a lo sumo podría compartirlo con uno de nosotros. ¿Y qué se creían esos?  Si iba a repartirlo con alguien, tenía que ser conmigo. No en vano éramos amigos de verdad. Habíamos jugado en su casa. Yo lo seguía en cada incursión imaginaria, mientras el resto corría atrás de la pelota de fútbol. Hasta el nombre compartíamos. ¿Hace falta que siga argumentando mi derecho?

Seguía sosteniendo el bocadito con las dos manos. Interpreté esto como signo de que pensaba partirlo para compartir. Y yo, sobreexcitado, supe que iba a ser el justo beneficiario. Los otros gurises seguían cacareando para ser convidados. Los miré queriendo hacerlos callar. Después me detuve en Pablo, mi amigo, que seguía en la misma posición. Parecía petrificado. Entonces me enfoqué en sus manos ─¿qué esperaba, que el chocolate empezara a derretirse?─. Me quedé mirando por un segundo el dulce. Enseguida puse mi vista de nuevo en los otros compañeros. Después me fijé en Pablo, después en el aula, después el bocadito, las paredes del aula extraña ─retumbaba lejana la voz de una maestra que no era la mía─, el bocadito otra vez, mi amigo, su cara inexpresiva, sus manos, el bocadito, riiiiiiiiiiiiiig (el timbre de salida que nos devolvía la libertad) y ¡plock!

Todo pasó en fracción de segundos, como un flash. No me pregunten qué mecanismos se activaron en mí. Con un movimiento canino, robé de sus manos el bocadito utilizando únicamente mis fauces. Cuando me di cuenta, estaba en la misma posición que antes de la maniobra, masticando, saboreando y tragando, todo a la vez, en un estado de éxtasis gustativo. El dulce de leche masajeaba mi lengua y me acariciaba el paladar, se aferró a mi campanilla y quemó de placer mi garganta con su esencia azucarada. Nadaba en un mar de glucosa. El mundo entero se hizo de dulce de leche mientras los otros dos compañeros se reían a carcajadas y decían que jamás habían visto nada semejante. Yo seguía en trance. Reía como podía, con la boca cerrada y moviendo los hombros espasmódicamente, como uno de los niños idiotas que degollaron a su hermana en el cuento de Quiroga. Tan idiota que había quedado a merced de Pablo, que si hubiese querido, me habría asesinado con sus propias manos, o cagado a piñas desde ese momento hasta el fin de los tiempos.

Cuando pude sustraerme mínimamente de la dulce idiotez, logré mirarlo. No podía creer lo que estaba viendo. Pablo lloraba en silencio. Hay infinitas maneras de llorar. Una misma persona tiene muchas formas de hacerlo. Pero más allá de las diferencias, el llanto es algo parecido a la risa, en el sentido de que el rostro nos desobedece. Decenas de músculos trabajan en paralelo, conformando un rictus inimitable e inconfundible. No hace falta ver las lágrimas para saber si alguien está llorando. De hecho se acompaña con movimientos de hombros y torso. Sin embargo, a él no se le movía un músculo. Si supe que lloraba, fue solamente por los chorros que bajaban de sus ojos. No me imagino el esfuerzo que hay que hacer para anular todas las contracciones de un llanto. Su mirada estaba como perdida en la nada. Nunca lo había visto llorar. Parecía una estatua milagrosa, como esas de algún pueblo perdido en el Caribe de las que hablan en la radio, a las que de un momento al otro empiezan a brotarle mágicamente las lágrimas. La voz de la maestra y las risas y comentarios de los compañeros parecían provenir de otra dimensión.

Desde esta ribera del tiempo, supongo que en ese instante cada uno de los Pablos había cruzado el umbral hacia la otredad. Verlo fue como verme. Quizá él también me miró como a un espejo que agrandaba los rasgos grotescamente. Yo no era de andar filosofando, pero por momentos me carcomía la duda de cómo sería estar en los zapatos de otra persona. A lo largo de mi vida, varias veces volví a cruzar el umbral de mi persona para jugar a ser alguien que no soy. El comienzo siempre es dulce, pero inevitablemente la experiencia termina en lágrimas y accidentes.

Pablo Pulp Olivera

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