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Pasó lo que pasó

No se si a todo el mundo le pasa pero yo tengo recuerdos de hechos que no sé si sucedieron. No hablo de un deja vu o sueños que se confunden con la realidad. Hablo de situaciones que las puedo describir con infinidad de  detalles y revivir como cualquier otra anécdota o historia de las que tengo comprobación fehaciente que pasaron.

Puntualmente hay un recuerdo que me persigue hasta hoy sin tener la certeza de que sucediera y no sé si es posible saberlo. Para aclarar un poco más, esta historia es de mi infancia y tengo la duda de su veracidad desde el momento que ocurrió (o no), a su vez cuando consulté al resto de los protagonistas, me dejaron entrever que podía haber pasado, pero tampoco lo dejaron muy claro. Por lo tanto, sigo reviviendo cada cierto tiempo una historia de mi niñez que no sé si existió, y sus coprotagonistas tampoco.

Yo vivía en un apartamento dentro de un grupo de edificios que conformaban un complejo de viviendas, que a su vez se enmarcaba en un enorme grupo de complejos, que se extendían por el llamado campo Español, dentro del barrio Villa Española. Una especie de galaxia de edificios con distintos sistemas solares y constelaciones que se delimitaban confusamente para los foráneos. En cambio a los nativos nos parecía todo muy sencillo. El problema era para alguien que estaba por fuera de este enjambre habitacional. Encontrar una dirección exacta era como resolver un acertijo. Serratosa 3961, Block B, apartamento 303 eran las coordenadas para llegar a mi casa. En general, cuando venía alguien por primera vez, lo esperábamos en la esquina para que no se perdiera.

En este contexto galáctico de apartamentos, edificios y complejos habitacionales, los niños y niñas nos movíamos y jugábamos de forma bastante libre. En realidad andábamos literalmente por todos lados en una seudo anarquía. Pero a la hora de la siesta la cosa cambiaba; las reglas eran estrictas, el movimiento se reducía y quedaba todo el lugar desierto y en silencio. Nuestra única posibilidad de juego y diversión se restringía a su mínima expresión, que equivalía al apartamento de al lado si tenías suerte, está claro, de que coincidiera con el de algún amigo tuyo.

Mi apartamento estaba en el último piso en la puerta del medio. Mis vecinos eran cuatro hermanos, pero por cercanía etaria yo era amigo de dos, Salvador y Julia. Compinches inseparables para hacer todo tipo de cagadas en horas de siesta, días lluviosos y en cualquier situación donde por alguna razón nos quedábamos solos, o sea, en ausencia de adultos en alguno de los dos apartamentos.

La historia que sí o no pasó, transcurrió o no en un día de verano de mucho calor a la hora de la siesta, condiciones ideales para hacer de las nuestras porque sabíamos que en ese tipo de contextos no corría un alma. Recuerdo que estábamos los tres jugando en el living de mi casa, hasta ese momento tranquilos. Pero Salvador, que era claramente inquieto, líder oficial de todas las bandidiadas, se le ocurre subirse a la ventana y empezar a caminar por el borde exterior. Inmediatamente Julia y yo nos acercamos pero nos quedamos del lado de adentro. A Julia le dio un poco de miedo la seguridad de su hermano, y yo siempre sufrí de vértigo, así que no podía hacer mucho más que mirar. 

Salvador, sabiendo que en ese horario casi no hay señales de vida en todo el complejo de viviendas, empezó a bajarse los pantalones, escupir para abajo y bailar sobre la ventana con medio cuerpo para fuera. La cosa se ponía peligrosa y la adrenalina comenzaba a jugar un rol protagónico, ya que es de las sensaciones más lindas y adictivas en la infancia.

De un momento a otro pasamos a estar totalmente descontrolados y la euforia empezaba a gobernarnos. Los tres ya estábamos trepados a la ventana al mejor estilo barra brava. En medio de ese cóctel molotov de excitación y riesgo, hago un movimiento brusco y empujo sin querer a Salvador. 

Desaparece. 

Pausa. 

Mirada de Julia. 

Pausa. 

Mirada mía. 

Pausa. 

Nos miramos. 

Pausa.  

Lo vemos caer al vacío desde el tercer piso.

Se hizo un silencio atronador, el tiempo se puso espeso y lento, casi podría asegurar que todo transcurrió en cámara lenta. 

En este punto cualquier lector diría que es obvio saber si sucedió, porque Salvador debería tener, como mínimo, marcas tangibles del tremendo accidente. Pero acá viene lo increíble y mágico, porque en los jardines de los edificios los vecinos plantaban y decoraban a su gusto con flores, plantas y árboles sin ningún tipo de criterio estético. Quiso el destino o la casualidad, o lo que cada uno quiera profesar según sus creencias, que Salvador fuera a parar a una planta de cartuchos. Por suerte estaba en tal abandono, que se había transformado en un matorral enorme y tupido. Esto hizo que amortiguara la caída, al  mejor estilo de película policial cuando caen en los tachos de basura o techos de autos.

En ese instante quedé paralizado y puedo asegurar que todo se detuvo, el tiempo, mi respiración, mi aliento, la briza, todo. No sé cuanto duró, pero se detuvo todo. Recuperé el aliento al ver unas hojas que se movían y entre medio del matorral aparece Salvador llorando lleno de pasto y tierra. Recuerdo que, agarrándose la cabeza, nos señaló y empezó a subir las escaleras. Julia se fue corriendo para su casa. Yo seguía grogui, en shock, estado que rápidamente se esfumó al sentir el grito, ¡¡¡¿qué pasó?!!!, de mi madre. Fue un baldazo de agua fría. Recobré todos los sentidos. Sin dudarlo, cerré la ventana, prendí la televisión y  me tiré en el sillón haciéndome el dormido (recurso que solía utilizar para camuflar mis cagadas).

Ese día no salí de mi casa. Miraba cada cierto tiempo por la ventana, intentando identificar si alguien había sido testigo del hecho, o si se habían dado cuenta de lo sucedido, porque como en todo barrio, no falta el vecino chusma. 

Mi siguiente recuerdo es que todo transcurrió normal los siguientes días y los que siguieron a esos, sin hablar, nombrar o insinuar el hecho y con la amistad intacta. Pero en la adolescencia me vino el recuerdo de lo acontecido ese día y en un cumpleaños le pregunté a Julia de forma discreta, y como en broma, a ver qué me decía. Y la respuesta fue la peor que podía haber recibido. Se rió y no emitió palabra alguna. Yo me reí también, haciéndome el cómplice de algo que no entendía, y dilatando el tiempo a ver si decía algo más que me pudiera esclarecer un poco mi confusión. Pero fue todo y nunca más se habló del tema y nunca más nos vimos y nunca más supe si pasó lo que pasó.

Lo único que pude verificar hace poco tiempo, es que el matorral de cartuchos sigue estando en el mismo lugar. Lo demás es un misterio. 

Gerardo Martínez

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