top of page

Si queres llorar

Pablo Pulp Olivera

Una selección X, no sé, pongamos como ejemplo Brasil o España, acaba de quedar eliminada del mundial. El director de cámara manda enfocar a los jugadores que festejan y a los que acaban de perder. Luego esto se replica en las tribunas, donde niños, niñas y personas adultas por un lado festejan y por otro lloran; ahí, pero sobre todo en las pantallas a lo largo y ancho del planeta. Esta es sin duda, la imagen recurrente de la transmisión televisiva de un partido mundialista.

Cada vez que veo a alguien llorar en un estadio del mundial me pregunto por qué lo hace. Es decir, no es que yo sea un insensible, sino que lo que realmente siento es que se llora en las tribunas más que nada por una moda, o una imposición, que en el fondo es lo mismo, y no porque realmente la situación lo amerite. Y eso que quien escribe, desde su temprana infancia, es lo que se define como un llorón ─o como me decían de niño, un maricón─. Cuando alguien me pegaba, me amenazaba o me asustaba, o cuando mis padres se iban a trabajar y me dejaban en casa, así como los primeros días de escuela: todo eso me hacía llorar. Incluso de más grande lloré un año entero por un amor que no pudo concretarse.

Dejando de lado los motivos psicoanalíticos de mis llantos, hay algo que puedo asegurar sin que me tiemble el pulso. Cuando Peñarol se comió 6 contra Olimpia en semis de la Supercopa 91, o cuando perdió la final de Libertadores contra Santos en 2011, o cuando cayeron los goles de Schillaci y Serena que eliminaron a Uruguay de Italia 90 en el Olímpico de Roma, así como la vergonzosa derrota ante Brasil en Maracaná que nos dejó sin EEUU 94, o la definición por penales contra Australia que nos impidió ir a Alemania 2006, ni siquiera la derrota 3 a 2 que dejó sin final a la celeste de Forlán en Sudáfrica 2010: en ninguna de esas instancias, ni en ninguna otra de cualquier índole futbolística, por más grande que fuera la decepción o la bronca que me agarrara, estuve cerca de derramar una sola lágrima.

Me pregunto por qué la gente llora en los mundiales y la única respuesta que encuentro es la siguiente: Porque ahí hay que llorar. No es una elección, sino un mandato. Se hace un viaje de varias horas en avión, con escalas y todo lo que ello implica, se paga una entrada carísima con la ilusión de que todo sea una fiesta, se atraviesan incontables protocolos ─un lujo que pueden darse únicamente determinadas personas─ y se llega hasta ahí, donde las cámaras, copa tras copa, se detienen cada vez más en el público y menos en la cancha. Ya no hay replay que no muestre la reacción del público. Y no sólo eso, sino en cámara lenta, como si necesitáramos de la slow motion para saber si la holandesa que acaba de agarrarse la cabeza estaba en posición adelantada.

Parece que a la transmisión ya no le alcanza con mostrar lo que pasa en el campo de juego. El estadio pasó a ser una red social donde todas y todos queremos vernos en la pantalla. Y así como se espera que los jugadores derrotados lloren ─quienes tendrían su llanto justificado, ya que acaban de ser expulsados de futuros libros de la historia del fútbol que nadie va a recordar─, ahora se impone que los hinchas también lloren. Nadie murió, no hubo ningún alumbramiento durante el partido, nadie sufrió una decepción o ruptura amorosa, a ningún hincha, torcedor, tifoso o supporter le llegó la noticia del fallecimiento de un ser querido; simplemente su selección nacional acaba de perder y sabe ─sin ser consciente de ello─ que se terminó el show para ellos, y que en ese último acto para el que acudieron, deben llorar para la pantalla global, tal como lo indica el guión de la gran fiesta de la FIFA.

No sé qué pensar al respecto. Comprendo que esto es más que un drama: quienes están dentro de la cancha no representan al derrotado, sino que acaban de perder en la realidad. Pero vuelvo sobre lo mismo. No da para llorar desde las gradas. No me digan que soy un pecho frío; no puedo recordar a Luis Suárez cubriendo su cabeza con una camiseta celeste para ocultar ese rictus de tristeza absoluta sin que me de algo en el pecho. Pero el llanto desconsolado de los hinchas, que más que hinchas son consumidores y extras, es demasiado. En el fondo me da la sensación de que esos llantos desmedidos no son más que el desborde de lágrimas contenidas en el pasado. Un abrir las compuertas lagrimales, con sus bisagras oxidadas de tanto cumplir con el mandato de “no llorarás”, o anestesiadas ante tanto show, tanta pantalla y tanto evento mundial. Quizá sea hora de llorar como llora el hincha del club del barrio, cuando consigue el ascenso de tercera a segunda división. Ahí las cosas están en otro lugar, uno más cercano al corazón y más lejos de las pantallas.

Si queres llorar
bottom of page