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PAJAROS DE ACUARELA

El canario había muerto. Lo miré angustiado a través de los barrotes de su jaula. Su diminuto cuerpo tendido boca arriba: las patas replegadas, los dedos cerrados... parecía dormido robándole el poco sentido que para mí tenía en ese momento la expresión "estirar la pata".

 

Había sido un regalo de mis padres, una pequeña porción del campo en el que había crecido enjaulada en una ciudad ajena. Un parvo recordatorio del lugar al que pertenezco. Por eso sentí una punzada de terrible culpa cuando lo vi en silencio. Hacía días que no cantaba, apenas un trino quedo cuando me veía entrar a la cocina a primera hora de la mañana. Pero la cotidianeidad y mi egoísmo me tenían preso y no fue hasta esa tarde que caí en la cuenta de ello. Intenté sobreponerme al sentimiento de culpa y me tragué toda la vergüenza de haberlo dejado morir. Lo bueno de ser adulto es que ya no tengo que rendir cuentas ante nadie, salvo, quizá, ante mí mismo, por eso decidí guardarme el secreto de su muerte. Le diría a quien preguntase, que el pájaro estaba bien, compraría otro canario e intentaría olvidar. Fingiría. El nuevo canario ocuparía el lugar del anterior y seguiría siendo fiel a su significado, a su propósito, a mí mismo. Sustituiría un sentimiento por otro parecido, ya lo había hecho antes. Así que busqué una caja de zapatos vacía y abrí la jaula, con la garganta anudada. "De una cárcel a otra", pensé, como cuando transfieren a los presos entre módulos de menor a mayor seguridad o viceversa, salvo por la diferencia de que los reos sí albergan la esperanza de salir algún día. Cuando era un niño asociaba la libertad con hacer lo que me viniera en gana, soñaba con la vida adulta en algún lugar lejano. Y ahora que soy adulto y estoy lejos de casa, me doy cuenta, poco a poco, mientras saco con suavidad el cuerpo tibio y lo dejo en el fondo de la caja, de que ahora estoy incluso más atrapado que antes. Quizá parte de la angustia y la frustración de dejarlo morir tengan su origen en que tanto él como yo no éramos tan diferentes. Ni siquiera tenía un nombre; me asomé al borde de la caja y lo miré, parecía más pequeño sobre el fondo blanco de cartón, sin embargo no pude cerrarla. Preferí a último momento ceder a la negación y entregarme al cansancio que aceptar su muerte. Abrí la ventana y acerqué la caja, dejarlo dormir aquella noche bajo el cielo nublado fue lo único que se me ocurrió hacer por él.

Antes de marcharme y apagar la luz me detuve en el umbral de la cocina, la brisa nocturna arrastraba el ruido de la ciudad y disipaba el bochorno del ambiente. No había estrellas esa noche y si las había estarían en otra parte, lejos, muy lejos de la contaminación, lejos del resplandor anaranjado y las luces de neón. La luz es a veces cegadora, a veces necesitamos un poco de oscuridad para ver el brillo verdadero de las cosas. Aquella noche dormí con nostalgia, soñé con mi niñez: Una colección de instantáneas grabadas en la retina, vistas a través del filtro sepia de un par de lentes de sol. La luz del mediodía atenuada por la sombra de un árbol, el olor a jazmín y piel bronceada, los aromas propios de los meses más cálidos. Tierra caliente, pies descalzos, chicharras durante el día y los grillos al caer la noche. La superficie de una piscina disipando el calor en cada ondulación, persianas a media asta, cuerpos desparramados por todos los rincones de la casa como fundidos al calor del estío. El verano en la casa de mis padres. Vi mi vida pasada y mi presente, las decisiones tomadas... Lo vi a través de mis propios barrotes, de mis propias limitaciones.

A la mañana siguiente la caja estaba vacía. Sobre la mesa y junto a la ventana, una única pluma. La tomé con precaución y la observé esperanzada. Aquella pluma amarilla era la prueba fehaciente de que las segundas oportunidades realmente existen.

Bayron Rodríguez

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