EL ESCARABAJO Y
LA HOJA
Esa noche las visitas se habían ido, el cuarto de abajo quedaba libre y como tenía calefacción y hacía un calor sofocante, me dispuse a mudar todo hacia ese dormitorio. La pereza de la mudanza no competía con la posibilidad de pasar una noche gozada, fresca y sin mosquitos entrando por la ventana. Ganaba el deseo de conseguir placer, claro.
Como cada verano, habíamos alquilado una casa con varias habitaciones, para recibir familiares y amigos. Alrededor de ésta, no había muchas construcciones, un pequeño bosquecito de eucaliptus y otros árboles montaban el escenario perfecto para sentarse y respirar aire nuevo.
Fui bajando nuestros petates uno a uno, el equipaje, los juguetes del niño, todo por esa escalera de madera, angosta y empinada. No te pedí ayuda porque sé que en vos gana la pereza, Martín, o ese extraño instinto de ahorro de energía.
Cuando quise bajar un colchón, la escalera se volvió tobogán en caída libre. Ahora siento algo en la nuca, supongo que es un peldaño. Vos estás fumando afuera, sentado en tu reposera mirando los árboles. Puedo imaginarte perfectamente, con el celular en la mano, el cenicero cerca. No escuchaste nada, ¿o sí? Quiero que vengas a ayudarme, pero estás lejos. En otra habitación duerme el pequeño, nuestro pequeño. Tan frágil, lleno de paz. Me pregunto si dormir y morir son experiencias parecidas. Pienso que no puede ser éste mi final. Mi hijo es demasiado pequeño para quedarse sin madre. La Muerte se vuelve más peligrosa cuando tenés un hijo. Antes no me importaba, no le tenía miedo. Es un derecho que perdés con la maternidad, el derecho a morir ridículamente, por un simple descuido. Me quedo pensando, sopesando los pros y los contras de haber sido madre… Se apagan algunos miedos, eso es cierto. Hay un impulso vital a ser mejor persona, a dejarse de pavadas, aparece la obligación de hincarle el diente a los proyectos para contribuir a una historia honorable. La soledad deja de ser un lugar oscuro y lleno de ansiedad, y se vuelve un espacio deseado, un tiempo para ser otra cosa que madre o esposa, al menos cuando son pequeños. Cada segundo en soledad pide ser aprovechado, exprimido como gajo de limón viejo.
Esta soledad es diferente. No puedo moverme ni gritar, pegada al piso como mosca al dulce de leche. ¿Terminaste de fumar? ¿No venís por un vaso de agua a la cocina? Quiero que vengas y no. Imagino la posibilidad de que me encuentres despatarrada en el piso con un escalón clavado en la nuca. Tu cara de espanto. No quiero ver tu cara de espanto. Estamos lejos de la ciudad como para pedir ayuda, Martín. No vengas. Quisiera desaparecer, evaporarme.
El hámster me mira desde su jaula, camina en la rueda y se detiene a mirarme en intervalos constantes. Un escarabajo entra volando por la puerta y choca contra la pared, cae de espaldas al piso, solo puede mover sus patas y no logra darse vuelta. Pienso en la transmutación de las almas. Si migrara ahora a ese escarabajo la historia volvería a repetirse. No hay ruidos, sólo las ranas lloran y los grillos parecen encender las alarmas, sutiles llamados en la oscuridad. La luz de la cocina, donde me depositó el tobogán de la muerte, es blanca, ilumina un piso blanco donde estamos el escarabajo negro y yo.
Me pregunto cuánto tiempo tardarías en superar esto, Martín, si buscarías otra mujer que te ayude a cuidar y a vincularte con nuestro hijo. Me rechina tu practicidad en este momento, tu capacidad de resiliencia que conozco perfectamente. Puedo adivinar que, en unos meses, después de pensar cada segundo en la muerte y saberme observándote, pasarías la raya, aceptarías la alegría de haberme conocido y seguirías andando solo y en busca de alguien. Pero entiendo que hay que seguir viviendo. Quiero que seas feliz, que sean felices. No soy imprescindible. Está lleno de seres hermosos el mundo, y sobre todo de mujeres que buscan hombres como vos.
Vicente tiene cuatro años, podría olvidarme. ¿Podría? ¿Qué recuerdo le quedaría de su madre? ¿Cuántos días lloraría pidiendo por mí a la hora de dormirse? Cierro los ojos para visitarlo una última vez, para velar su sueño, lo veo en la cama, destapado, y se da vuelta ni bien llego. Su carita queda frente a mí y balbucea mamá, pero no abre los ojos. Lo taparía y le daría un beso, imagino el gesto de incomodidad al interrumpir su paz, como siempre.
Intento mover los dedos para llegar al escarabajo, para darlo vuelta, no puedo verlo así. Siento un cosquilleo en los brazos, tal vez sean las hormigas, son pequeñas y coloradas. Las he visto muchas veces atacar un cadáver en el piso. No entiendo bien qué buscan, siempre pensé que las hormigas eran vegetarianas. Son una funeraria clandestina, silenciosas aliadas de la parca que se encarga de vaciar el cuerpo y no se sabe a dónde se lleva el alma, vaya a saber qué hacen ellas con los pedazos de cuerpo. Una limpieza perfecta.
Oigo pasos, no sos vos, Martín, conozco tus pisadas, arrastrás las chancletas que rozan el piso, debe ser porque te quedan grandes. Las pisadas son más cortitas. Es Vicente. Ya aprendió a vestirse solo, cuando sale de la cama se pone los zapatos. Quizás fue por la cantidad de bichos que vio en esta casa, y el temor a pisarlos descalzo.
Yo no soy buena con los animales. Si veo una araña la aplasto, también a las hormigas. Siempre pienso que son ellos o yo. Esto parece una devolución de la naturaleza, ponerme en el mismo lugar que el escarabajo para darme una lección. Vicente, desde que llegó, cada vez que ve un escarabajo boca arriba, agonizante, se desespera y me pide una hoja para darlo vuelta y salvarlo. Es raro porque en general me imita y agarra la chancleta para darles duro. Después me lo cuenta con aire victorioso. Pero acá, con esos accidentados bichos de cáscara dura no hizo lo mismo. Como si intuyera algo. Ese pensamiento me da esperanza, muevo los dedos boca arriba.
Entonces se para frente a mí, parece que no me ve.
Vicente, acá, ayúdame, soy yo.
Escucha como descifrando un código secreto, mira al escarabajo y le emerge súbita, la urgencia de salvarlo. Se da vuelta y corre a buscar una hoja.
Carla Bon
